Nadie que abre la primera novela de Tomás Rebord, Comentarios al Náucrato, lo hace buscando alta literatura. Tampoco se puede decir que la alta literatura sea algo definido, ni siquiera algo que existe. ¿Qué es lo que busca cada lector? se podría preguntar uno entonces. ¿Y qué es, finalmente, lo que encuentra?
Vamos al inicio. No al inicio del libro sino al del autor, tal y como se lo conoce.
Tomás Rebord saltó a la fama en 2022 con sus programas de streaming, en los que traía al país un modelo de comunicación que ya se había instalado unos años antes en Estados Unidos, más que nada de parte de la derecha trumpista. En el Método Rebord entrevistaba a protagonistas de la cultura y la política como Mariana Enríquez, Carlos Pagni o Alberto Fernández. En MAGA, por otro lado, se paraba frente a la cámara y gritaba por horas. Opinaba de política sin filtros y creaba noticias falsas en vivo para burlarse de la ingenuidad de los medios tradicionales. Al mismo tiempo, se afirmaba como peronista. Sin dudarlo. Sus seguidores (más que nada peronistas pero también de otros espectros) llegaron a formar un gran movimiento en redes sociales, operando con éxito sobre cuestiones políticas y hasta apareciendo con sus banderas en marchas. No se tardó en definirlos como una agrupación. Algunos dirigentes deslizaron la idea de una posible candidatura de Rebord en el futuro. Mientras todo esto crecía, el streamer formó parte del programa radial Caricias Significativas, pasó a conducir Hay Algo Ahí por el canal Blender de YouTube y hace poco escribió un libro.
Su novela se puede describir por su premisa: una especie de secta busca un texto sagrado llamado Náucrato, en el que están develadas las verdades sobre el Río de la Plata. Este texto es a la vez un mito y una realidad, se conocen pasajes pero no se sabe si son falsos, se venera a su autor que capaz sea solo un lector más, se tejen leyendas alrededor y se deshacen con la misma facilidad. Todas las peripecias alrededor de esto, como la investigación del protagonista sobre ese grupo de buscadores o su propia búsqueda del Náucrato, pasan desapercibidas. No hacen avanzar a la novela. Todo descansa sobre la idea inicial y se estanca en ella.
Pero, de vuelta, no es literatura lo que promete esta novela. La expectativa, exacerbada por los seguidores de Rebord, daba a entender que el autor revelaría algo. ¿Qué? Algo. Tanto griterío, tanta mística, tanta reflexión política coyuntural durante años tenía que tener un fondo, una Biblia. El propio Rebord dijo que su intención era escribir un libro sagrado. Y, aunque después haya dicho que fracasó en el intento, se equivoca. Logró exactamente eso: sus escrituras. Sin un gramo de verdad, sin un gramo de iluminación. Apenas comentarios y aproximaciones.
Dicho esto, se puede sacar una conclusión: la novela fue exitosa. Pero no en términos de venta, que de hecho también lo fue. Fue exitosa al delinear su figura y su propio movimiento: un post-peronismo, acaso un peronismo iconoclasta.
Es común ver, día tras día, a algún sector del justicialismo enojado con Rebord por algún suceso menor: un invitado polémico de la oposición en su programa o un tuit algo irrespetuoso hacia una figura importante del partido. En estos gestos, el streamer se desliga de los ídolos y las doctrinas más duras del peronismo, solo para mantener vivo su espíritu. Es en esas jugarretas que genera la indignación, la sorpresa y la masividad, a la vez que mantiene su impronta progresista.
Rebord parece haber entrado en los canales de internet al grito de “¡Perón ha muerto!”. Ante esto, los fundamentalistas del WWPD (¿What would Perón do?), con sus soluciones pensadas en la década del cuarenta, lo desprecian por su relevancia. Los más progresistas, que en los últimos años vieron en Juan Domingo una figura casi irónica y se arrodillaron frente al altar de Eva, también lo critican por “hacerle juego a la derecha”. Cada pequeña iglesia, con la estampita de su santo en la mano, encuentra el motivo para detestarlo.
Comparemos al peronismo con el cristianismo: una religión monoteísta con tintes politeístas, en la que santos como los Kirchner, Jauretche, Rucci e incluso Marechal tienen iglesias o unidades básicas nombradas tras ellos. Rebord irrumpe, no con un nuevo santo, sino con la disolución de cada una de esas instituciones. Su religión sigue siendo peronista, pero no venera a un dios sino al justicialismo en todas partes. Es una reformulación del “peronismo sin Perón” sugerido por Vandor. Los discursos del streamer son a Perón lo que el panteísmo fue a Dios: en lugar de rezarle a una cruz, alaba cada hoja de pasto o el pan de la mañana. Rebord y sus seguidores no ven al peronismo en sus ídolos sino en cómo se conformaron: en la popularidad, en la comprensión, en la disrupción.
Su masividad se puede explicar con la crisis de representación del país, la misma que derivó en la victoria de Milei. Las organizaciones, las sociedades, los colectivos, dejaron de contener a la mayoría de los votantes. En su lugar, el pueblo se vio identificado en su propia individualidad.
“Los ídolos”, parece decir después Rebord, “también han muerto”. ¿Qué es lo que queda, entonces? Los intérpretes, las aproximaciones. Como en su novela, donde una verdad difusa se oculta tras un profeta esquivo, un nuevo peronismo toma forma en las indefiniciones de Rebord.
Así, la paranoia de los buscadores del Náucrato no encuentra la verdad en el texto en sí, porque ese texto ya no existe. La encuentra en la búsqueda, en las pequeñas interpretaciones, en los textos sobre los textos sobre los textos, comentarios a un libro que no se leyó. Su conclusión es que no se necesita conocer el origen para entender la verdad. Rebord, en la voz de los buscadores del Náucrato, quiere decir algo más, una última cosa: “la estatua de Perón se hizo añicos, pero aún se puede construir algo con sus ruinas”.