*Por María Florencia Actis (UNMdP-CONICET-AAIHMEG)
Las mujeres que cometieron un delito y están presas suelen ser objeto de los más diversos estereotipos, morbos, fascinaciones y pánicos morales. La representación de las delincuentes en la imaginación criminológica y en la cultura se ha dirimido entre figuras monstruosas, esencialmente crueles, y víctimas perfectas. Sus delitos han sido interpretados y penados diferencialmente teniendo en cuenta un elemento constitutivo de la moralidad femenina y diferenciador de las buenas y malas mujeres: la honra. Las mujeres “de bien”, eróticamente pasivas, decentes, agradables y dedicadas a la vida familiar encarnan al sujeto femenino “normal”, reverso de “las otras”, “las desviadas”.

La disciplina criminológica, que en Argentina tuvo su momento de auge entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, ha demostrado un desinterés por los delitos femeninos justificado en su carácter excepcional. Las primeras estadísticas nacionales en materia criminal y carcelaria durante el decenio 1900-1910, marcaron una baja incidencia femenina en las tasas delictivas generales, como su incurrencia en tipologías específicas: delitos menores contra la propiedad, abortos e infanticidios, entre los más comunes. De este modo, el género devino en una variable exótica -y hasta caricaturesca- para el análisis del accionar desviado de las mujeres. Sus delitos fueron estudiados como “crímenes de mujeres” a partir de una serie de estereotipos de género y sentidos comunes presentes en la cultura de la época.
El ambiente delictivo [y carcelario] es efectivamente masculino. Las estadísticas penitenciarias a nivel nacional (Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena, 2022) arrojan que su población se compone de un 95,8% de varones cis (100.607), tan sólo de un 4% de mujeres cis (4.256) y de un 0, 2% de personas trans y no binarias; cifra que se replica en la esfera del Sistema Penitenciario Bonaerense, la jurisdicción con más unidades carcelarias.
La incurrencia en actividades ilegalizadas no parece ser una opción igualmente atractiva para mujeres y varones en situaciones estructurales de pobreza y desempleo, subempleo, o con empleos precarios. Posiblemente la percepción social de las mujeres como sujetos dóciles, no violentos, y ante todo decentes, ha contribuido a su autoexclusión de este ambiente, o condicionado sus formas de participación.
Responder como un hombre
Romina tenía 47 años cuando la entrevisté en su casa de Isidro Casanova en el partido de La Matanza. Estaba con arresto domiciliario y en el fondo de la vivienda tenía un taller textil donde cosía ropa y uniformes de trabajo para las cooperativas del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE). La situación económica apremiaba: era “madre soltera”, sin un ingreso estable y con hijos/as y nietos/as a su cargo. Reincidente seis veces, siempre cayó detenida por robo y “causas pesadas” en ocasión de robo: “estuve cinco años y salí, volví a caer, y así… y esta es la última. No me voy a jubilar, ya lo dije, ¡no hay ningún aporte!”. Pese a su larga trayectoria delictiva, nunca trabajó con mujeres. Su primer ingreso a un penal fue en 1993 y cuenta que en ese entonces las mujeres estaban presas por matar a sus maridos que “es una cosa diferente”.
Romina pertenece a esa minoría de mujeres dentro del universo criminal que no sólo han encontrado en la delincuencia una estrategia de sobrevivencia, sino que han hecho de ella un trabajo, un lugar de pertenencia social, una identidad: “Al principio te cuesta como mujer, se creen que porque sos carilinda sólo podés abrir una puerta, y cuando te ven laburar, que te agarrás a patadas voladoras como cualquier criollo, dicen ‘¡ah no! ¡ésta es re cañera, re va!’ (…) Y tenés compañeros para siempre. Yo tengo compañeros de mil años. Estuvimos en broncas, en tiroteos, en un montón de cosas a las que respondí como un hombre, no la sogueé porque soy mujer”.
Se identifica como parte de la “vieja escuela del delito” y reniega de las generaciones de mujeres jóvenes que aceptan que los varones “lo dirijan todo”: “Fíjate que hoy las que están por robo están por ser ‘acompañantes de’. Porque están con un chabón y se toman una pastilla y termina en… ¡Hay que usar la cabeza! Yo participé en un montón de laburos que encabecé. Me lo tomaba como un laburo”.
Ser mujer y disputar los roles asignados “por su género” supuso un desafío para ser respetable hacia dentro del ambiente delictivo, y también hacia afuera: “Hay tipos que no se bancan el ritmo de… mi ritmo no se lo bancaba nadie. Te gusta, no te gusta, problema tuyo. Si acá la que pone el cuerpo arriba de la mesa para dar de comer a mis hijos soy yo. En pareja no se la bancan, ni por más que estén robando ellos”.
Por su parte, Marta, de 52 años al momento de la entrevista y madre de dos hijos, había cumplido una condena de cuatro años por venta de drogas. Fue parte de una misma organización, que operaba en el partido de San Martín, durante cuatro años entre idas y vueltas a la “legalidad”. Al salir del penal, se fue a vivir a la casa de una amiga en el partido de Pilar y estaba buscando trabajo. Tenía ganas de seguir estudiando -como lo hacía en la cárcel- y fantaseaba con abrir un centro de estética. Si bien, a diferencia de Romina, no se sentía parte del ambiente delictivo, cuenta que fue a pedirle trabajo a los transas del barrio para poder irse de su casa porque sufría maltratos por parte de su ex pareja: “Un día dije ‘basta, no lo aguanto más’, y me fui. Era eso o matarlo (…) Imagínate que estuve 24 años siendo ama de casa. Con esto, logré independencia y respeto, me sentía viva”.
A través de Romina y Marta es posible conocer experiencias que escapan al patrón de crimen femenino construido en base al supuesto de que las mujeres cometen un acto desviado por única vez y siempre por error, por impulso, “por un chabón” o porque no les quedaba otra. En su lugar, nos permiten pensar su participación delictiva como una forma distinta de ser/hacerse mujeres y ocupar lugares de reconocimiento, situada y fundamentada en contextos de desigualdad. Pero también, concebir el delito como un recurso para “ser alguien”, que puede convivir con otras actividades legales como estudiar o trabajar, y con otros roles sociales como ser madres, novias o amigas, contradice la imagen popular del delincuente esencialmente maligno.