Se despertó antes de que sonara el despertador, confundido e intentando dilucidar si lo soñado había sido tan solo eso, un sueño, o parte de la realidad, y se sentó en el borde de la cama. Los pensamientos se acomodaron suavemente, como el oleaje mudo de un mar lejano, y con la calma llegó también el desconcierto, porque lo inerte del sueño, y la simplicidad que lo caracterizaba, acomplejaban el esclarecimiento del caso.
Eran él y ella, sin más, caminando de la mano por el barrio de San Telmo, hablando, sonriendo, paseando, besándose. Intentó ponerle nombre a esa mujer que lo hacía tan feliz, en su sueño o en la vida, pero no lo logró. Era malo para los nombres. Y también, para las decepciones. Vivió ocho horas con la duda, igual que marineros persiguiendo cantos de sirenas, y más tarde, cuando bajaba del colectivo aún en movimiento, y el viento le pegó en la cara igual que una cachetada en pleno invierno, lo recordó: Julieta Zylberberg.
Con el nombre vino también la manifestación, pública en este caso, de que no era su novia, de que jamás lo había sido, de que seguramente nunca lo sería. Aunque no le duró demasiado: vivió el resto del día intentando que el brillo de la verdad no lo encandilara, e inyectando de a ratos, con puntillosa rigurosidad, pequeñas dosis de autosatisfacción trivial, aunque efectiva, igual que un dulce o un masaje de pies, fabricando ilusiones, como remedio casero.
Cuando se acostó a dormir, deseó repetir el sueño. A la mañana siguiente, primero desconcertado y cabizbajo ante la ausencia de su amor de ensueños, y más tarde víctima de una indignación propia de quienes carecen de argumentos o mejores ideas, pensó que la única manera de volver a tener aquél sueño, era con los ojos abiertos. Lo mismo que releer un libro, pensó. Y entonces, y como casi siempre sucede en estos casos, lo que recordaba del sueño distaba de lo que en verdad había sucedido: era la ilusión lo que lo había conquistado, y quien corre detrás de ellas, cuando tropieza, solo encuentra desencanto. Ya no importaban los pocos segundos de éxtasis nocturnos; ahora quería más.
Necesitó llenar blancos, consecuentemente, con eventos detallados y minuciosos, casi exactos, creando día tras día, y elucubración tras elucubración, un error cada vez mayor. Todo se distorsionaba, a la vez que crecía. Después del primer mes ya ni siquiera contaba con la misma protagonista, sino que ahora la que lo había acompañado aquella noche y todas las demás, era otra actriz: una norteamericana de la que no sabía pronunciar demasiado bien el apellido. Lo balbuceaba con apuro, para disimular, cuando tejía excusas para no asistir a tal o cual lugar porque tenía que ver a su novia que había regresado de los Estados Unidos, o cuando evitaba una charla trivial con una compañera amparándose en que no era correcto, dado su estado civil.
Al igual que lo que sucede con los héroes, que generan un sin fin de lamentables imitadores, intentando parecérseles con tanto esmero y obtusos, como caballos con gríngolas, y como era de esperar: la práctica hizo al maestro. Ya no necesitó de alguien a quien contarle sus travesías, o siquiera de demasiada imaginación para fabricarlas: empezó a cocinar para dos, a pensar para dos, a vivir para dos. Había cambiado su vida convirtiéndose en otro, sin necesidad de irse a un lugar diferente.
Pero, ¿quién era entonces, si el que finge ser otro al final no es ninguno de los dos? Igual que en aquel verso de Idea Vilariño: No se quién soy, mi nombre ya no dice nada, digo yo, por decirlo de algún modo. Sin darse cuenta, casi por pura lógica, fue a por todo doblando hasta el extremo máximo la realidad. Quiso llegar hasta el final, sin darse cuenta, de que después solo le restaría regresar. Y ya no sabía cómo.
*Foto de portada: Maleva