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Cultura & Espectáculos

Un paseo por la villa que pusieron en el MALBA

mondongo malba

Crucé Libertador mal predispuesta. Ir a un museo en vacaciones de invierno nunca es buena idea. Hacer fila para cada minitrámite que te habilite el paso a las exposiciones, los grupos largos de gente que hay que sortear para lograr ver algo, los murmullos constantes –porque todavía la gente, por lo menos en Buenos Aires, la única ciudad en donde visité museos, habla más bajo cuando recorre estas instituciones. Excepto los nenes y nenas, pero sus mayores los educan rápidamente en el arte de hacer silencio para no perturbar a las obras (en realidad perturban a los demás adultos que van a ver las obras)–.

Este museo particularmente me molesta. No me gusta pagar entradas a museos, teniendo tan lindos y completos que son gratis. No me gusta que cada vez tenga más cafeterías arrinconadas en los huecos que encontraron en el edificio de arquitectura deconstructivista, que tampoco me interesa como propuesta estética en sí. Entiendo que su premisa es que las formas no tengan un sentido funcional pero el minimalismo, usado muchísimo por los lugares trendy de Palermo, ya pegó la vuelta y no dice nada más que ser uno más del montón. Perdoname MALBA.

La imagen es fuerte: mientras le doy mi ticket a la chica que los corta para que podamos pasar, no en la puerta de entrada, sino al lado de las escaleras mecánicas que te llevan a los dos pisos de arriba, se ve la tienda de merchandising y librería y, atrás, asomándose, una tapera hecha de chapas como las construcciones improvisadas de los barrios de emergencia, que en los 2000, cuando explotaron en la Ciudad de Buenos Aires después de la crisis, se nombraban villas miseria.

Ya lo había comentado con mis compañeros cuando barajé la posibilidad de escribir sobre esto. La dupla artística Mondongo, integrado por Juliana Laffitte y Manuel Mendahna, había montado una villa en el corazón del MALBA, parte de una muestra en homenaje a los 90 años del cuadro Manifestación de Berni. Las fotos de semejante idea se hicieron rápidamente virales en las redes sociales, subidas por, obviamente, progres bienpensantes como yo que criticaban la iniciativa. Es que la continuación de la Villa 31, renombrada Barrio Padre Mugica, está literalmente a una cuadra, en la separación más escandalosa de la Ciudad, porque la autopista Illia separa la opulencia, a este punto, berreta de Palermo del barrio de emergencia. Es el lugar que más ilustra la gentrificación en la Ciudad y al que volvemos cada vez cuando se quiere comparar al país con los escándalos arquitectónicos que muestran la brecha de clase en Santiago de Chile o en Río. Es como el miedo a la desaparición inminente de la clase media, que nos respira acá en la nuca, intensificado por las políticas del Gobierno actual.

En fin. Se hizo tan viral la muestra que quería ver qué pasaba ahí en el MALBA. Así que ahí estaba, entre turistas extranjeros, en su mayoría de habla portuguesa, y niñeces de vacaciones. Para la instalación de Mondongo optaron por usar el subsuelo del museo, así que para llegar hay que bajar una escalera incómoda, porque son escalones anchos, así que hay que avanzar dando zancadas, que por alguna razón igual tampoco son satisfactorias, porque le quedan o chicos o grandes al paso.

Costantini, el dueño del museo, de las obras que lo contienen y de casi todos los megaproyectos inmobiliarios de Puerto Madero, mandó a construir el MALBA en 1999 para emplazar su colección de pinturas, fotografías y esculturas de artistas latinoamericanos. Hay que reconocerle que, hasta la fecha, nadie había fundado un museo con exposiciones exclusivamente latinoamericanas, así que su nombre resuena como el de un visionario, y su colección es muy codiciada por otros magnates del negocio del arte, porque primereó piezas como el Abaporu (1928) de Tarsila do Amaral, el cuadro más importante de Brasil, podríamos decir.

Una vez que descendí y llegué a la muestra, estoy en la puerta de la instalación. La explicación de la obra de Mondongo que puso la curaduría dice que el dúo hizo una "revisión genealógica de las formas de representación de las comunidades excluidas y de la protesta social presentes en el arte argentino". De la Cárcova, Guttero, Quinquela, va por ahí.

Una vez adentro del asentamiento improvisado, lo que noto enseguida es que los materiales son lo más importante de esa especie de preámbulo que te introduce en la temática y te conduce hasta las obras, tres cuadros hechos mayormente en plastilina, inspirados en los paisajes proletarios de Berni. La ranchada no tiene habitaciones delimitadas ni muebles, es pura fachada. Por adentro, hay un trapo con una réplica del De la Cárcova más conocido, Sin pan y sin trabajo (1904) enfrentado a una mesa con acrílicos y pinceles. Una pareja en sus veintes, con anteojos de sol y vestidos tipo industrial, se sacan fotos con la exposición de fondo y dicen "wow" maravillados.

Foto: Diario Con Vos.

Las paredes están revestidas con recortes de chapas, cartones, nylon, cuerda, red de plástico, cemento, madera, telas superpuestas. Una reflexión sobre la materialidad de los materiales, valga la redundancia, que caracteriza a Mondongo. La decisión del asentamiento es polémica igual.

Ver los materiales tan crudos, por lo menos, no te deja olvidar que estás en el plano del arte y que lo que estás viendo es una instalación artística, no una réplica exacta de la villa. Igual no es tan fácil llegar a esta conclusión y tranquilamente pasa desapercibida ante la seducción de la propuesta. Alimenta el morbo, espectaculariza la pobreza, dicen en Twitter. Es que aunque te hagan pasar por ahí y ver los pinceles sobre una mesita, la mirada de voyeur clasemediero es imposible de abandonar.

Pasada la instalación, ahora sí, te recibe el primer cuadro: un círculo, un vórtice construido con una suma de minimuros de cemento y ladrillo que rodean un reloj digital que marca la hora. Puede ser un laberinto, aunque tiene una escalera, para alguien que quiera trepar y seguir trepando para salir o para tomar la dirección contraria y llegar al corazón del cuadro, el reloj que marca el tiempo y que nunca se detiene. El cuadro está colgado en un pasillo y la gente lo mira poco porque es más atrayente meterse en la sala a oscuras. Seguro fue apropósito pero igual me da pena.

Avanzo uno pasos más y me adentro en la sala inmersiva, todo está a oscuras, menos los cuadros, iluminados por reflectores que permiten ver en detalle los detalles. La Manifestación de Berni está enfrentado al cuadro inspiración hecho por los Mondongo, que aplica la misma perspectiva fotográfica del realismo social de Berni que, en su momento, en la revista argentina especializada Forma, le criticaron. En resumen, sería como: para qué pintar si va a parecer una foto.

Los integrantes de la Manifestación de Mondongo tienen todos rostros bien delimitados, que revelan la importancia e identidad de cada persona que integra la masa de, no ya obreros e inmigrantes con ascendencia europea, como los que pintó Berni en 1934, sino nuevos actores sociales, mujeres, niñas, lesbianas, obreros del carbón, migrantes latinoamericanos, miembros de pueblos originarios. El dúo contó, además, que para su cuadro retrató familiares y amigos. Atrás de todo se llega a distinguir la cara de Marta Minujín. Adelante identifico a Albertina Carri, la directora de cine. Me digo que debe haber muchos más rostros conocidos que no llego a distinguir y me frustro porque siento que me estoy perdiendo algo. Ces’t la vie.

Foto: Diario Con Vos.

Las personas a mi alrededor también reconocen a Minujín y se ponen a buscar a los otros. Dos mujeres conversan bajito sobre la aparición de alguien que no conozco pero por su tono, intuyo que son amigas de la retratada. Igual, no dicen nada. Ni que está linda, ni que está fea. Me llama la atención el silencio.

La ilusión de inmensidad de los cuadros me impresiona. Cada silueta tiene relieve y, para protegerlo, una línea en el piso demarca hasta dónde se puede avanzar. El medio metro que me separa de la obra me incomoda, no porque quisiera tocarla, es plastilina, no soy loca, lo arruinaría. Pero porque no veo. Hay infinidad de detalles que no alcanzo a distinguir.

Me muevo para cambiar de sensación y llego a la obra del medio, otro círculo, como si estuviésemos viendo el cuadro a través de de una cámara, un lente ojo de pez. Un vórtice repleto de construcciones de chapa pero, esta vez, la vista del barrio es desde la entrada, desde abajo, y no desde arriba, aunque los pasillos son indistinguibles porque lo que prevalece es esa combinación de techos y construcciones de más de dos pisos, irregulares y como amontonadas.

Los detalles me resultan más nítidos porque encuentro, como quien se pone a buscar a Wally, un nene con un barrilete hecho con una camiseta del 10; monos; un Joker; un It, esos personajes outsiders popularizados por Hollywood; un cartel con precios que ofrece "café $50, panchos $100, viagra $350", que podría ubicar la escena en el 2001; una pancarta con la fecha 1976 y la consigna "Lucha hoy y siempre" junto al rostro de quien bien podría ser Perón; una jeringa tamaño real apoyada en uno de los techitos. Arriba y atrás está la autopista, coronada por un cielo tormentoso, rojo y negro. Un hombre mayor, acompañado por dos mujeres, también mayores, repiten al lado mío que es un cielo "turbulento". Ellas dicen "impresionante", "impresionante", "impresionante. Me llama la atención que el señor haya reparado solamente en eso, aunque me intriga qué pensará que le aporta al conjunto.

Contar la marginalidad desde afuera, usando a los pobres de fuente de exotismo, como imágenes pintorescas, tipo la serie El marginal, ya lo criticó mucho el cineasta y poeta villero César González en El fetichismo de la marginalidad (2021). Sobre la panorámica hay acuerdo en que es la mirada del colonizador por excelencia. La que busca abarcarlo todo, mirarlo todo, tener todo en la palma de la mano. Ver todo desde arriba, como Dios. González se enmarca en el debate sobre cómo contar una historia a través de las imágenes en movimiento y concluye, como otros y otras especialistas en el tema, que es más importante cómo se muestra una imagen que lo que muestra en sí. Qué plano se elige, qué se elige encuadrar.

Las chapas, vistas desde el primer o segundo piso del MALBA, por suerte, te dan el mismo acercamiento que podrías tener desde la autopista, cuando ves ese conglomerado geométrico y atiborrado desde lejos. Desde el primer y segundo piso, te asomás por la baranda y ves los techos desde arriba, como sacando una panorámica. Debe ser que quisieron que pensemos que es un acercamiento respetuoso, porque no se meten con las especificidades ni con retratos de los pobres, una cercanía que sería sospechosa para alguien que no nació ni creció ahí. Desde adentro, la villa en el hall del MALBA parece escenografía. Palermo meets la marginalidad de la misma manera.

Berni se dedicó, ya en su fase "adulta", a pintar a la clase trabajadora en el clamor social de los años 30, la década infame, y Manifestación se suele pensar en serie con otro de sus cuadros, Desocupados, también de 1934. Mondongo muestra a los manifestantes del presente junto al anonimato de las taperas, el ejército de desocupados del presente.

Salgo de la muestra rápido porque tengo poco tiempo y me voy a visitar el Remedios Varo del piso de arriba. Costantini compró un Leonora Carrington por 28 millones de dólares, pero pregunto y me dicen que estará en exhibición, con suerte, el año que viene. Paso por la isla de regalos y pregunto el precio de un libro, pero cuotas sin interés no tienen, así que me voy.

Aunque me compré una postal del Abaporu, el cuadro más emblemático de Brasil, pintado por Tarsila Do Amaral, que ilustró el Manifiesto Antropofágico (1928) de Oswald de Andrade, el texto clave del modernismo brasileño, que instaba a fagocitar la cultura portuguesa y europea para digerirla y crear una nueva cultura, la antropófaga, retomando la tradición de los indios caníbales tupí-guaraní del Brasil. El Gobierno de Brasil, a través de las décadas, trató de recuperar su cuadro emblema de la identidad nacional, pero Costantini se resiste a entregarlo. Ahora, la postal del cuadro, que me salió 800 pesos, y agradezco que por lo menos las postales todavía sean "baratas", adorna mi biblioteca.

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