A pesar de todo, tuve la suerte de crecer en un buen hogar. Nunca me faltó nada esencial. Si bien las carencias abundaban, mis viejos hicieron lo imposible para que yo pudiera tener una infancia digna y soñar que el futuro podría ser mejor. Crecí en el Once, barrio de inmigrantes y comerciantes, un estado plurinacional subsumido en otro. Mi viejo daba clases de sistemas mientras trabajaba en una empresa de autopartes; y mi mamá atendía un kiosco, sumado a alguna changa por cuidar a personas mayores. Mientras tanto yo circulaba mi vida entre la escuela, mis vecinos Pepe y Charito y alguna que otra actividad extracurricular que mis viejos podían pagar.
Fue una infancia compleja pero no me quejo. Siempre la asocio al bullicio del barrio, los diálogos con los manteros y pungas del barrio, que hasta con sus códigos, nos cuidaban. Asimismo, hay una conexión profunda con el origen de mi vieja: Malbrán. Un pequeño pueblito ubicado en el extremo sur de la Provincia de Santiago del Estero. Allí mi mamá creció en un seno muy humilde; retirándose a los 16 años a esta gran ciudad para terminar la secundaría y poder tener un futuro mejor.
A este pequeño mundo acudimos los veranos de mi niñez. Allí me rodeaba con mis primos, mis tíos, mi abuelo y su primo, a quien yo llamaba “Luyo”. Este último era un tío para mí. Me cuidaba y charlábamos bastante. Sin embargo, lo que siempre me sorprendía era que él no sabía leer. No podía conectar sílabas e interpretar mucho menos las oraciones. Un día en el micro volviendo de regreso a casa, le pregunté a mi mamá: ¿Por qué el tío Luyo no puede leer? Ella me miró y me dijo: “Él no tuvo la oportunidad de aprender. Por eso es importante que puedas lograrlo. Porque su historia se conecta con la mía y con la tuya. Que vos aprendas y avances, es el orgullo de todos”. Ese es el sacrificio que mi familia y mi mamá hicieron por mí. Esa es mi historia.

En cada sociedad, en cada familia, hay una historia que se repite una y otra vez: el sueño de la superación, del ascenso social, de lograr un futuro mejor. Este anhelo está, muchas veces, encarnado en la figura de la madre, esa mujer que sueña no solo para sí misma, sino sobre todo para sus hijos. Mi vida, como la de muchos, está marcada por ese sueño. El de mis madres.
Digo “madres” porque, además de mi vieja biológica, siento que otras figuras maternas han influido profundamente en mi desarrollo personal. Mi madre biológica, claro está, me enseñó el valor del esfuerzo y el sacrificio. Su sueño era que yo tuviera una vida que ella no pudo alcanzar. Siempre vi en sus ojos la esperanza de que, a través de mí, se cumpliría esa promesa silenciosa que tantas madres llevan consigo: que sus hijos alcancen más alto, lleguen más lejos. Para mi madre, mi ascenso sería su victoria.
Pero hay otra madre en mi vida: la educación pública, ese pilar que nunca dejó de creer en mí. Instituciones como la universidad, las escuelas, son las madres que no nos ven como somos hoy, sino cómo podemos llegar a ser. Nos cuidan, nos forman y nos empoderan con herramientas para que podamos construir nuestros propios sueños. Así como mi madre trabajaba largas horas, la universidad me mostró que el esfuerzo intelectual también abre puertas. Me enseñó que el ascenso social no es solo un sueño, sino una meta alcanzable, aunque nunca fácil.
La UBA es mi segunda madre. Me recibió con los brazos abiertos, tal como una madre recibe a su hijo recién nacido. Al principio, me sentí pequeño, frágil, inmerso en un mundo desconocido, pero ella me abrazó con su grandeza, con su historia, con sus muros llenos de voces y sueños. La Universidad Pública, como una madre, nunca me prometió que el camino sería fácil, pero me aseguró que valdría la pena.

Así como la vida te enseña a caminar, a tropezar y a levantarse, la universidad me dio las herramientas para enfrentar cada desafío. Me enseñó que la educación no es solo acumular conocimientos, sino un proceso de autoconstrucción, de forjarme en cada clase, en cada debate, en cada examen. Me mostró que las dudas son parte del proceso, y que en cada error hay una oportunidad de aprender.
Como una madre que te escucha en tus peores momentos, que seca tus lágrimas en silencio, la universidad me sostuvo cuando pensé en rendirme. Porque te asocia con gente. Brinda lazos con la base ideológica de que allí nadie se salva solo. La solidaridad como bien escaso de este tiempo, sigue aflorando allí, en el gran sueño argentino.
Asimismo, en esos momentos de vulnerabilidad, te das cuenta de que te está dando lo más valioso: la fe en vos mismo. Porque al igual que tu vieja, la Universidad Pública no te da respuestas fáciles, te enseña a encontrarlas. Te fortalece desde adentro, te da la autoestima necesaria para que creas que podés, para que te convenzas de que, aunque el mundo parezca adverso, vos vas a poder transformarlo.

La Universidad Pública es esa madre que no hace distinciones, que abre sus puertas a todos, que no pide nada a cambio más que tu compromiso. Es una madre que ve más allá de tus circunstancias, de tus orígenes, y que te dice: "Vos valés, vos podés, acá tenés un lugar". Y, te prepara para el día en que tengas que salir al mundo, no para que dependas de ella, sino para que seas capaz de caminar solo, de volar alto.
Y cuando, al final del camino te recibís, no es el fin, sino el comienzo. Porque, como tu mamá, nunca deja de serlo, y mi querida UBA siempre estará ahí. Como un refugio, como un hogar. Te dio las alas, pero el vuelo es tuyo. La Universidad Pública es aquella mamá de millones de argentinos que te cuida, te forma, te nutre, pero sobre todo, te enseña a creer en vos mismo.
Ese fue el regalo que yo recibí. El día que me entregaron el título, mi viejo me abrazó y me dijo: “lo logramos”. Seguidamente, mi mamá me dijo “cumpliste tu sueño, mi sueño, el sueño de los que creemos en vos”. Así fue como el sueño se hizo realidad. El mío, el de la UBA y el de mi mamá. Mejor dicho, el sueño de mis madres.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)