Seamos honestos: la realidad no es una cárcel, sino un carcelero. Que no siempre es uno mismo, que casi nunca lo es, y que como a un pichiciego, de la novela de Fogwill, nos termina obligando a permanecer ocultos, para vivir. O mejor dicho, para sobrevivir. Pero tarde o temprano es necesario arrebatarle el manojo de llaves. O lo que sea: en cualquier caso, nada es demasiado cuando se trata de liberarnos. Pero hasta el camino más largo comienza con un paso, de eso no hay dudas. Y entonces: todos estamos intentando saber qué nos pasa. Después de todo, de eso se trata la vida, o mejor dicho, vivir la vida. Algunos creen que cuantas más cosas vivan, vivirán mejor, o a lo grande, o mucho. Plantean una relación directa y cuantitativa, entre la calidad de vida y la cantidad de eventos, que no solo carece de sustento sino que rebalsa de un optimismo vacuo y sin sentido. O, peor, otros menos arriesgados y más cobardes, entre el materialismo y la felicidad. Vaya error. Seguramente no se trate de eso, de más, de cantidad, sino de saber exactamente qué cosas te están sucediendo, todo el tiempo. Eso te hace vivir. Realmente. Con los ojos abiertos de par en par. Con la granada entre los dientes. A matar o vivir. Igual que en esa escena de una película de la cual no recuerdo el argumento, ni el título, pero sí eso, la escena. Quizá porque la comprendí, y me hizo verlo todo.
Un tambor acercándose. El sonido que penetra y traspasa, sin alteraciones, todo lo que se interpone en su paso. Cada vez más fuerte, más claro. El corazón sigue su ritmo, o viceversa; no está claro qué es lo que retumba desde los parlantes. Más cerca. Y más. Cuanta más proximidad, mayor temor, y el sonido pomposo aturdiéndonos. Hasta que merma, desaparece súbitamente, igual que una ola después de romper. Y al final, entre la espuma y el caos, o entre el silencio y el aire estancado, uno descubre, sorteando la falta de aliento y el espasmo, que barrió con todo. Que llevaba una vida escuchándolo. Que por más que lo intentaba, que se encerraba, o se alejaba, el tambor estaba, siempre, igual que la sombra que uno mismo proyecta. Ahora, en cambio, el silencio dice demasiadas cosas. Tantas cosas que es necesario desmenuzarlas con paciencia y esmero. En la escena la cámara toma el lugar del actor, lo que él ve, y se sienta sobre un tronco y mira al bosque como quien no espera que suceda absolutamente nada, pero que igualmente mira. Con esa indiferencia. Y es que algo se está rompiendo, o descubriendo, evidentemente. Pero eso no es posible verlo, sino sentirlo. Únicamente sentirlo. Y es un sentimiento por el cual vale la pena morir. Seamos honestos: los sentimientos genuinos sólo aparecen cuando uno deja de ver. Cuando los adverbios son bien elegidos, y complementan. Cuando ya ha sucedido todo, y todo está por volver a empezar. Y es que en la vida es como en el amor, uno puede soportar secretos y traiciones, errores y confesiones, pero jamás podrá soportar la duda.
Manuel Jabois escribió que el camino más corto para olvidar un cuento de terror es convertirlo en un cuento infantil. A mi que me lo cuenten como quieran, pero Jabois es un periodista al que le gusta la metáfora, y no creo que hable tan solo de cuentos. O quizá sí. De los infantiles. Seamos honestos, radicalmente: la realidad es un carcelero muerto de miedo, desesperado por salir corriendo.