Si algo sabemos hacer en el sur del mundo es banalizar palabras hasta que pierden su significado. Es casi una metáfora de la Argentina. Durante años, se usó el término “facho” con una liviandad casi humorística. Cualquier postura que se alejara del progresismo era tachada de fascista: ponías en jaque el fondo de una medida social, facho; cuestionabas la inflación descontrolada, facho; ponías en discusión la integridad de funcionarios y acusabas posibles corruptelas en un gobierno “popular”, facho.
La palabra se prostituyó tanto que dejó de representar lo que realmente es. Pero, como dice el dicho, “tanto va el cántaro a la fuente…”. Y ahora, cuando de verdad estamos frente a un gobierno con características genuinamente fascistas, muchos se preguntan: “¿Pero de verdad esto es fascismo?”. Sí, lo es. Y lo peor de todo es que llegó con el voto de las mismas personas que antes se reían de la palabra.
¿Qué es el fascismo y qué lo distingue?
El fascismo es probablemente uno de los temas que más estudios ha generado en la historia reciente del pensamiento occidental. Su análisis ha dado lugar a una vasta producción de trabajos que abordan el tema desde distintas disciplinas, como la historia, la sociología, la ciencia y la filosofía política. Esto ha originado una gran variedad de enfoques interpretativos, los cuales se centran en distintos aspectos – históricos, económicos, sociales o morales – del fenómeno fascista.
Al hablar de fascismo, es común encontrar interpretaciones simplistas que tienden a etiquetar como fascistas a cualquier movimiento conservador o autoritario. Sin embargo, el fascismo tiene características propias que deben ser entendidas y diferenciadas. Abordar el conjunto complejo de eventos y luchas en las trincheras de Occidente, con una visión más amplia y sin limitarse al periodo 1922-1945, es fundamental para comprender uno de los momentos más dramáticos en la historia contemporánea de la humanidad.
Para empezar, el fascismo es un fenómeno muy específico que combina elementos del autoritarismo, el ultranacionalismo, la corporativización de la sociedad y la persecución de cualquier disidencia. No es simplemente “mano dura”, ni una política económica de ajuste. Es un sistema que, como explicó Umberto Eco en su ensayo “Ur-Fascismo”, se caracteriza por el culto al líder, el desprecio por la democracia, el uso de la violencia simbólica y física contra los opositores, el control de los medios de comunicación y una obsesión casi religiosa con la idea de “enemigos internos” que atentan contra la “grandeza de la nación”.

Benito Mussolini, el creador del fascismo italiano, lo definió como “todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. En otras palabras, el fascismo no admite oposiciones reales: busca el control total, ya sea a través de la fuerza o de la manipulación. En Argentina, el gobierno de Milei no llegó (todavía) a la represión corporativa de un Mussolini, pero sí demuestra todas las señales: un momento de crisis donde el viejo orden no termina de morir y el nuevo no logra nacer, dejando un vacío que es ocupado por discursos de odio, desprecio por la democracia y líderes mesiánicos que prometen una salvación violenta.
Fascismo con patillas y Photoshop
Argentina, país generoso. Tuvimos peronismo de izquierda y de derecha, radicales que se peleaban entre sí y ahora, como si estuviéramos en un laboratorio de horrores políticos, hemos creado nuestro propio fascismo autóctono. Porque sí, el fascismo de Milei no es el clásico de los libros de historia. No se viste con camisas negras ni se declara oficialmente totalitario (aunque le encantaría). Se presenta como un “liberal”, aunque detesta la libertad de prensa y quiere adoctrinar la educación. Se dice “anarcocapitalista”, pero usa al Estado para perseguir enemigos y acordar negocios espurios con las corporaciones (léase “Caputo y cia.”). Promueve la “libertad”, pero solo si es la de los ricos y poderosos. Para el resto, tijera y represión.

Su gobierno es homofóbico, misógino y anti-derechos. No defiende la libertad, sino su propia versión distorsionada, donde los que no encajan en su mirada ultraconservadora deben ser ridiculizados, castigados o directamente eliminados del debate público. No hay una búsqueda del bien común, sino un resentimiento feroz hacia cualquier idea de felicidad colectiva. Como decía Gramsci, el fascismo no nace de la fuerza, sino del miedo y la desesperación de una sociedad que busca respuestas rápidas y encuentra demagogos que la engañan con discursos violentos.
“No soy fascista, pero…”
Una de las trampas de este gobierno es que nunca se declara abiertamente fascista. Al contrario, dice que combate al “colectivismo”, al “socialismo” y a “la casta”, pero esto no es más que un truco de manual. ¿Acaso Hitler se presentó como un dictador genocida? No, llegó al poder con elecciones democráticas, hablando de “recuperar la grandeza de la nación”. ¿Mussolini dijo “voy a eliminar la democracia”? No, prometió orden y crecimiento económico.
El fascismo nunca se presenta como tal: se disfraza de patriotismo, de rebeldía, de “hacer lo que hay que hacer”. Pero cuando un gobierno empieza a reprimir manifestaciones pacíficas, a atacar minorías, a perseguir periodistas y a instalar la idea de que “la democracia es un obstáculo”, ya no hay dudas de qué camino tomó.
Milei no es un dictador clásico (todavía), pero tampoco lo era Mussolini cuando asumió. Y la historia nos enseñó que el fascismo no llega de golpe, sino en pequeñas dosis, normalizando cada abuso hasta que, cuando nos queremos dar cuenta, ya es demasiado tarde.
No es meme, es real
El fascismo en Argentina no es una exageración, ni una hipérbole de Twitter. Es real y está en el poder. Vino de la mano de alguien que dice odiar el Estado, pero que lo usa como un arma. Que se burla de los Derechos Humanos, de la justicia social, de la diversidad. Que construye enemigos imaginarios para justificar su violencia. No es un simple “liberal de derecha” porque los verdaderos liberales defienden la democracia. Es un líder mesiánico que, como todos los de su tipo, se cree por encima de la historia, de la moral y de la realidad misma.

Y así, entre ladridos libertarios y citas de economistas que jamás lo tomarían en serio, el hombre que odia el Estado se sienta en el sillón de Rivadavia para usarlo como garrote. Un cruzado contra la “casta” que, con sorprendente rapidez, convirtió su gobierno en una feria de parientes, amigos y CEOs reciclados. Un amante de la “libertad” que sueña con una patria donde los ricos puedan hacer lo que quieran y los pobres solo puedan morirse en paz. Un predicador del mérito que, curiosamente, no sobreviviría cinco minutos sin su coro de aduladores mediáticos y sin el ejército de trolls que, en su mundo, equivale a una fuerza de seguridad.
Pero si algo lo enoja más que la justicia social, la educación pública o la idea revolucionaria de comer tres veces al día, es la diversidad. Ahí sí se descontrola, porque nada le quita más el sueño que dos personas del mismo sexo amándose sin pedirle permiso, o que alguien decida su propia identidad sin consultarle. Es el clásico defensor de la “libertad de expresión” que quiere que la gente LGBTQ+ vuelva al clóset y que cualquier disidencia sea un delito de lesa traición. Su cruzada contra la “ideología de género” es tan obsesiva que uno empieza a preguntarse si no está luchando contra algún demonio interno.
Mientras tanto, su gobierno avanza. No con políticas ni con planes serios, sino con un reality show de insultos, provocaciones y destrucción. Su máxima estrategia es simple: distraer, humillar y dividir. Porque él no necesita convencer a nadie, solo necesita que todos odiemos a alguien más. Al final, el fascismo no llega con botas y tanques; llega con memes, influencers y una sobredosis de resentimiento.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)