Estábamos con mi compañera detenidos en un semáforo, a bordo de su Fiat Palio, rumbo a jugar al pool al Café San Bernardo. La conversación flotaba entre temas sin demasiada relevancia para esta columna, hasta que soltó una frase que me atrapó como un gancho de boxeo bien colocado:
—Lo contrario a vivir es dejarse morir.
Me pareció una síntesis hermosa, la clase de revelación que uno espera encontrar en un libro subrayado con fervor. Fue entonces que decidí ponerla en análisis y preguntarme: ¿Qué significa realmente ‘dejarse morir’?
Dejarse morir es, esencialmente, la inacción. Es esa pereza existencial que te deja mirando una mancha de humedad en el techo durante horas, en lugar de levantar el teléfono y llamar al plomero. Es aceptar que no hay esperanza de reconstrucción, que lo que alguna vez tuvo vitalidad ya no tiene salvación posible. Es la entrega ante lo inevitable, la resignación como forma de existencia. Camus diría que "el verdadero acto de rebeldía es negarse a aceptar lo absurdo como destino". En este sentido, dejarse morir es sucumbir ante lo que podría ser transformado, como quien se conforma con un café tibio porque “tampoco está tan mal”.

Ahora bien, hablando en términos categóricamente políticos y sin irme por las ramas, Alfonsín ha dicho en alguna oportunidad que “[h]ay varias formas de dejarse morir: una, decididamente deshonrosa, sucumbiendo a la tentación del éxito fácil, renunciando a la lucha y haciéndose cómplice del régimen.” Y ahí es cuando nos damos cuenta de que dejarse morir no es solo un problema filosófico o un estado del alma, sino también un deporte nacional. Porque si algo está sucediendo con la política argentina, es precisamente eso: una resignación disfrazada de pragmatismo, una especie de rendición maquillada con discursos vibrantes.
El semáforo se puso en verde y cruzamos la avenida. La miré de reojo y pensé que, después de todo, vivir es insistir, incluso cuando todo parece un loop de errores reciclados. Eso es lo que está sucediendo con la política argentina.
Ficha limpia y la burocratización de la democracia
La reciente aprobación de la ley de Ficha Limpia por la Cámara de Diputados no es más que un síntoma de este proceso de degradación institucional. Se nos vende como un avance en la transparencia electoral, pero en realidad es una medida que desvirtúa los principios de la democracia y refuerza la corporativización del Poder Judicial, otorgándole una discrecionalidad que lo coloca por encima del propio sistema político.
El Congreso ha renunciado a su propia autoridad y ha transferido al Poder Judicial la facultad de decidir quién puede o no ser candidato. ¿Existe realmente la integridad suficiente en la justicia argentina para tomar una decisión de tal magnitud?
Si algo nos ha enseñado la historia reciente es que el Poder Judicial no está exento de influencias, juegos de poder y revanchas políticas. Ejemplos sobran. En Brasil, la ley de Ficha Limpia permitió que un juez inhabilitara a Lula da Silva, impidiéndole ser candidato, solo para que años después la misma justicia anulara su condena. ¿Qué quedó en pie tras ese escándalo? Nada. Solo la certeza de que la justicia puede ser usada como un arma de proscripción política.
El Congreso ha renunciado a su propia autoridad y ha transferido al Poder Judicial la facultad de decidir quién puede o no ser candidato.
En Argentina, la situación no es distinta. Hace décadas que el equilibrio de poderes se ha desmoronado. La reforma constitucional de 1994 consolidó un sistema en el que el Poder Judicial ha crecido desmesuradamente, mientras que el Congreso se ha debilitado, reducido a una mera escribanía que convalida decisiones ajenas.
La corrupción: un mal estructural de la sociedad, no de la política
Por su parte, más de un idiota autodenominado “Paladín de la lucha contra la corrupción” me denunciaría de Kuka o de complice al leer los precedentes párrafos. Sin embargo, quiero expresarles mi punto de vista al respecto de este fenómeno:
La corrupción en Argentina no es un hecho aislado; es una problemática estructural que permea diversos ámbitos de la sociedad. Lejos de ser una simple desviación ética, la corrupción atenta directamente contra el sistema democrático y el orden constitucional. El artículo 36 de nuestra Constitución, reformada en 1994, es claro al respecto: considera que quien incurre en un grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento ilícito atenta contra el sistema democrático, equiparando estos actos a una traición a la patria.
En este contexto, la política no debe ser vista como el problema, sino como la solución. Es imperativo que la clase dirigente asuma su responsabilidad y combata la corrupción desde sus propias filas, utilizando las herramientas institucionales disponibles. Un ejemplo de ello es el juicio político realizado en 2017 contra el entonces diputado Julio De Vido, donde se aplicaron los mecanismos previstos para sancionar conductas que atentan contra el orden democrático.

Sin embargo, en lugar de fortalecer estos mecanismos, la dirigencia política parece rendirse ante juicios sumarios y generalizaciones que deslegitiman su función. El presidente Javier Milei ha tildado a toda la clase política de "casta" y "corrupta", un juicio sin matices que, lejos de contribuir al fortalecimiento institucional, profundiza la desconfianza ciudadana hacia la política.
Es preocupante que, mientras se promulgan leyes como la de Ficha Limpia, que delegan en el Poder Judicial de la Nación la facultad de decidir quién puede ser candidato, la política no se ocupe de cuestionar ni investigar las maniobras oscuras de operadores como Santiago Caputo. Este asesor presidencial, conocido por su influencia en las decisiones gubernamentales y su falta de transparencia, actúa sin ningún tipo de auditoría o denuncia por parte de la dirigencia política. Nadie sale a pedirle explicaciones y es realmente una de las personas con mayor poder político de esta autodenominada “República”.
La clase dirigente debe dejar de autocensurarse y utilizar los sistemas institucionales, como el juicio político, para depurar sus filas y sancionar a quienes cometen actos de corrupción. Solo así podrá recuperar la confianza de la ciudadanía y demostrar que la política es la solución, no el problema.
De lo contrario, al delegar sus responsabilidades y permitir que el Poder Judicial asuma un rol que no le corresponde, la política argentina se está dejando morir, renunciando a su esencia y función primordial en la construcción de una sociedad justa y democrática.
El fin del sistema de pesos y contrapesos
El artículo 66 de la Constitución Nacional otorga al Congreso la potestad de decidir sobre la admisión y expulsión de sus miembros. En otras palabras, la política debe depurarse a sí misma, no ceder esa función a otro poder. Sin embargo, en lugar de asumir su responsabilidad, el Congreso ha optado por la vía fácil: delegar en los jueces el poder de decidir quién puede competir en elecciones.
Esto es un problema gravísimo porque la justicia, lejos de ser un ente puro e inmaculado, es también un actor político con intereses propios. ¿O acaso alguien puede decir con certeza que en Argentina no hay jueces que responden a sectores de poder? ¿Que no existen fallos oportunos, sentencias dirigidas y decisiones con timing electoral?
La justicia, lejos de ser un ente puro e inmaculado, es también un actor político con intereses propios.
La Ficha Limpia, en este contexto, no es un avance democrático, sino un retroceso. No fortalece el sistema político, sino que lo burocratiza aún más, trasladando la decisión de quién puede o no participar en política a un poder que no fue elegido democráticamente. Es, en definitiva, un paso más en el proceso de dejar morir a la política.
¿Un futuro sin política?
El sistema político argentino está en un reality show de autodestrucción, y lo peor es que no hay ni un gramo de resistencia. Ni una marcha, ni un cacerolazo, ni siquiera un tuit indignado con mala ortografía. Nada.
Aceptar la Ficha Limpia sin preguntarnos en qué berenjenal nos estamos metiendo es como creer que una dieta mágica resolverá años de atracones. Suena lindo, pero es un autoengaño de campeonato. El problema de la corrupción no se elimina con una prohibición arbitraria, así como el problema de las calorías no se resuelve escondiendo la balanza. Necesitamos política de verdad: fuerte, activa, y con la madurez de admitir que los problemas se resuelven con trabajo, no con atajos.

Hannah Arendt nos dejó una joyita: "La esencia del poder es su legitimidad; si este se impone sin consenso, se transforma en violencia". O sea, si alguien manda porque sí, ya no es política, es un capítulo de "Narcos". Y la legitimidad de la transparencia la da la soberanía del voto no la judicialización de la postulación electoral.
Si lo contrario de vivir es dejarse morir, entonces lo contrario de la política es esta burocratización absurda, esta entrega sumisa del poder a quienes ni siquiera se tomaron la molestia de hacer promesas ridículas en campaña. ¿Todavía estamos a tiempo de reaccionar? Ojalá que sí. Pero si seguimos en piloto automático, pronto nos daremos cuenta de que llegamos al destino equivocado... y sin posibilidad de dar la vuelta en U.