Abraza el silencio como si fuera algo palpable y tosco, y lo hace con fuerza, como quien estruja a una criatura ante una amenaza externa; quizá para protegerlo y resguardarlo, quizá porque es lo único que no la lastima. No lo suelta. Lo acaricia. No está dispuesta a soltarlo. Y es un infierno, aunque parezca imposible. Aunque nadie lo espere. Y después, o antes también, busca la calma, que es a lo máximo que puede aspirar, y que también es una forma de cura, aunque no lo parezca. A veces vamos con la frente en alto hacia lo inevitable, y dejarnos ir, es la manera que algunos encuentran para decirnos te amo. No para levantarnos tras la caída, sino para abrazarnos antes y después del sobresalto. Este dolor, piensa, es nuevo. Recién nacido. Y es que, al final, la vida siempre encuentra la manera de decirnos que no todo está perdido, aunque sea, incluso, con un zapatazo. Sí: estamos vivos. Qué más da.
El escritor Manuel Jabois dice que quizá el problema esencial radique en que la mayoría de la gente, para saber a dónde ir, mira a sus padres, y no a sus hijos; digo, a esa nueva generación que vive sin tapujos, que no juzga ni prejuzga, que abraza cuando le place, que besa cuando le nace, que dice te quiero sin pensar en qué curva tomará la respuesta, o si es que acaso la hay. Es cierto. Y además, también es probable que el problema no sea el problema en si, el que sea, sino la forma en la que nos amoldamos a él, la flexibilidad física y mental con la que nos amalgamamos, porque hay que hacerlo, porque no importa cuán rápido queramos correr y dejar todo atrás: ellos siempre van delante. No hay caso. Y es que, al final, no hay cinturón negro que resista un disparo, ni vida que tarde o temprano no tenga que mirar de frente a la muerte, y gritarle para que se asuste y se aleje.
Jean Françoise de Bastide, un escritor Francés del siglo dieciocho, escribió una maravillosa nouvelle que hace pocos años recuperó y tradujo César Aira, titulada La casita. En sus poquísimas hojas Bastide relata el intento del Marqués de Trémicour de conquistar a la bella Melita, invitándola a su casita. La belleza deslumbrante de la casita (y del Marqués) no logra opacar la ferviente decisión de Melita de no ceder ante la insistencia y la galantería, aunque es difícil. Es un relato preciso y con una exquisita economía de palabras que lentamente, pero sin desvíos, nos lleva al lugar obvio: la consumación del amor. Vamos sabiendo el destino final, pensando que quizá no, pero con la certeza de que sí, y sobretodo sabiendo que a veces, dentro de sí mismas, las cosas están demasiado lejos. Y es que todo llega, incluso, aquello que no podemos (o no queremos) ver.
Mientras leía la novela pensaba en cuántas veces la vida logra deslumbrarnos y asombrarnos, igual que la casita, enamorarnos incluso, muy a nuestro pesar, muy en contra de nuestros deseos: a veces nos lleva sin alternativa a enfrentarnos ante todo eso. Sin más. Pero siempre, tarde o temprano, cedemos, y se rompe el hechizo, necesariamente. Y entonces abrazamos al silencio, igual que aquellos soldados que fingen estar muertos, no para servir para otra guerra, sino para sobrevivir. Toda victoria es, también, una derrota, y viceversa.
Pd. Hay algo más. Una visión, o una escena, clara como la honestidad de un niño, y es esa casita, como si fuera una vida, la de cada uno, solitaria pero a la vez cerca de otras, en un páramo interminable. Pero la casita se rompe. Se desgrana igual que una nube, y hay que reconstruirla, siempre una vez más, con la ayuda de quienes nos circundan, y embellecerla. Aunque distintas. Aunque con menos piezas originales, y otras nuevas. De eso va la vida. Comunitaria y precisa amabilidad que hace, de los silencios que de tanto abrazarlos se nos incrustan en el medio del pecho, un lugar que corromper y habitar. Y eso sucede en esta, y en cualquier otra, semanita.