Cada 12 de marzo, los radicales conmemoramos el nacimiento de Raúl Alfonsín, el padre de la democracia moderna en Argentina. Es el “Día del Militante Radical”. Sin embargo, hoy resuena una pregunta dolorosa: ¿Seguimos siendo el partido de la libertad, la república y la igualdad o estamos presenciando el ocaso de la militancia radical, una decadencia que nos relega a la intrascendencia?
El radicalismo, nacido en la lucha contra el fraude y por la ampliación de derechos políticos y sociales, ha sido mucho más que un partido: fue una identidad, una causa, un fuego sagrado. Pero en la actualidad, esa llama parece apagarse. La Unión Cívica Radical se ha convertido en una sombra de lo que fue, navegando sin un liderazgo claro y, en muchas ocasiones, resignada a ser furgón de cola de proyectos ajenos.
Ser radical significaba, al menos creo yo, encarnar la decencia en la política, la defensa de las instituciones y la convicción inquebrantable de que la República es la garantía de la justicia social. Hoy, en tiempos de pragmatismo sin alma y alianzas sin principios, ¿todavía somos eso?

Los mitos griegos nos ofrecen una imagen inquietante. Como el rey Príamo, el radicalismo se encuentra a las puertas de su Troya en llamas, contemplando la ruina de su legado. Pero también podemos pensar en Prometeo, el titán que robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres. Como el radicalismo histórico, Prometeo pagó caro su audacia, pero su sacrificio fue la semilla de la civilización. ¿Seremos Príamo o Prometeo? ¿Lamentaremos el final o encenderemos nuevamente la llama?
Nuestra identidad no puede resignarse a la irrelevancia. No podemos ser solo custodios de un recuerdo ni meros acompañantes de otras fuerzas. Debemos recuperar la rebeldía de Alem, el compromiso social de Yrigoyen y la coherencia republicana de Alfonsín. La política necesita ideales y convicciones, no solo cálculos y estrategias. Y si la militancia radical está en crisis, entonces la tarea es simple pero desafiante: volver a encender la llama.
Hoy no se trata solo de recordar a Alfonsín. Se trata de decidir si su legado será una estampa en los libros de historia o una bandera que volvemos a levantar.
Porque la historia no está escrita en mármol, sino en la voluntad de quienes se atreven a continuarla. El radicalismo fue grande cuando se animó a ser más que una estructura electoral, cuando abrazó la utopía de una Argentina más justa y más libre. Fue grande cuando no negoció su esencia por comodidad ni claudicó ante la conveniencia.

Y si hoy parece un eco lejano de lo que fue. Si la militancia se siente dispersa y las convicciones aletargadas, eso no significa que la llama se haya extinguido. El fuego de Prometeo no desaparece, se transmite. Cada generación tiene la responsabilidad de avivarlo o dejarlo morir.
El desafío no es menor, pero tampoco imposible. El radicalismo será lo que sus militantes decidan que sea, no hay destinos escritos de antemano, solo voluntades que marcan el rumbo. La pregunta sigue abierta: ¿seguiremos contemplando la ciudad en ruinas?
Un radicalismo paralizado entre su historia y el futuro
Antes de mirar al futuro, debemos responder una cuestión ineludible: ¿acaso el radicalismo cayó en la trampa de la comodidad, convirtiéndose en testigo en vez de protagonista? La respuesta es incómoda, pero necesaria. Durante años, el partido que supo encabezar las grandes transformaciones democráticas se ha acostumbrado a la pasividad, al rol de espectador dentro de una coalición donde otros imponen la agenda. Hannah Arendt advertía que la política es el espacio de la acción, el ámbito donde los ciudadanos transforman la realidad a través de la participación. Sin acción, sin voluntad de incidir en el curso de los acontecimientos, solo queda la irrelevancia.
La UCR, al aceptar la lógica del acompañamiento en vez de la conducción, ha abandonado su ethos de movimiento transformador. Jean-Paul Sartre afirmaba que la mala fe no es solo mentir a los demás, sino mentirse a uno mismo, fingiendo que no se tienen opciones cuando, en realidad, siempre se puede elegir. Si el radicalismo ha quedado relegado a un papel secundario, no ha sido por falta de oportunidades, sino por falta de decisión. No se puede aspirar a ser alternativa cuando se renuncia a la disputa del poder real.
Cuando un partido deja de tener una identidad clara y se acomoda a las circunstancias sin ofrecer una visión propia, deja de ser un actor relevante. El radicalismo debe preguntarse si aún encarna una causa o si, por el contrario, ha caído en el conformismo de ser un simple engranaje en una maquinaria electoral ajena.

Un partido sin voz, sin propuestas, sin convicciones propias es un partido condenado a la intrascendencia. Lamento informarles a los dirigentes de mi partido que la historia no recuerda a quienes se acomodan, sino a quienes se atreven a disputar el rumbo de los acontecimientos.
Por eso siento que el radicalismo tiene dos caminos posibles: ser una opción de cambio con identidad propia, o una mera fuerza testimonial que hace eco de lo que alguna vez fue, una especie de museo itinerante. Si claudica en su papel de actor protagónico, su destino será la desaparición política. Pero si recupera su voz, si vuelve a levantar sus banderas sin miedo ni concesiones, seguirá siendo un faro en la política argentina.
Como escribió Alejo Carpentier: "Los mundos nuevos deben ser vividos antes de ser explicados". Si queremos un nuevo radicalismo, uno que no solo recuerde su historia sino que la escriba de nuevo, debemos atrevernos a vivirlo primero, con la convicción de que la política es, ante todo, un acto de fe en el porvenir. Tal vez el radicalismo no esté muerto. Tal vez solo espera a quienes tengan el coraje de despertarlo.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)