“Cada bala bien puesta en cada zurdo fue para nosotros un momento de regocijo”, dijo Agustín Laje mientras la represión se desplegaba en las calles durante el debate de la Ley Bases. No lo dijo en caliente, no lo dijo por error. Lo dijo con la tranquilidad de quien sabe que su discurso es parte de un engranaje más grande, donde la violencia simbólica prepara el terreno para la violencia real.
El problema con este tipo de declaraciones no es solo su contenido explícito, sino la función que cumplen. En la Argentina de Javier Milei, los discursos de odio no son exabruptos aislados. Son una estrategia sistemática. Una forma de convertir al adversario político en un enemigo absoluto, cuya existencia misma justifica cualquier agresión.
La violencia discursiva de La Libertad Avanza sigue una lógica clara: primero se ridiculiza al oponente, luego se le deshumaniza y, finalmente, se le convierte en un blanco legítimo de agresión.

El presidente Milei ha sido el principal impulsor de esta retórica. Sus insultos no son simples ataques personales; son etiquetas que buscan deslegitimar por completo a sus críticos. “Zurdos de mierda”, “parásitos”, “coimeros”, “degenerados”, “resentidos”. En su narrativa, no hay adversarios con ideas distintas, sino enemigos que representan el mal absoluto.
“La violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva.” Karl Marx lo escribió en El Capital para describir un proceso histórico inevitable. Cuando una estructura social se desmorona, lo hace con violencia, porque el poder nunca se entrega sin resistencia.
Lo que ocurrió frente al Congreso de la Nación no fue un simple episodio de represión, fue un mensaje. Un intento del gobierno por sofocar en las calles lo que ya no puede controlar en los hogares, la indignación creciente de quienes ven su dignidad pisoteada en nombre del ajuste.
Los jubilados, que apenas sobreviven con haberes miserables, salieron a protestar contra una reforma que los condena aún más. Y la respuesta fue la de siempre: gases, balas de goma y una narrativa oficial que intenta convertir a las víctimas en culpables.

Nos dicen que la marcha fue provocada, que fue golpista. Pero los únicos golpes fueron los que cayeron sobre los cuerpos de quienes ya han sido golpeados demasiadas veces.
Dora en la tormenta
Dora tiene 83 años. El miedo ya no le corre por la sangre, sino que se le ha quedado enquistado en la memoria. A los 36, vio cómo su hermano desaparecía en la dictadura. A los 61, perdió todos sus ahorros en el corralito de 2001. A los 78, se quedó sin su casa cuando la subasta la expulsó sin piedad. Y ahora, a los 83, camina con dificultad hacia el Congreso, aferrada a un cartel de cartón que dice con letras torcidas: NO ES REFORMA, ES AJUSTE. No tiene fuerza para correr si todo se desmadra. Pero no se va a quedar en casa mirando cómo el gobierno la condena a morir sin remedios, sin calefacción, sin pan.
Cuando la policía cierra la plaza y empiezan los gases, el aire se vuelve irrespirable. Dora ve a los jóvenes cubrirse la cara con pañuelos, escucha los disparos de las balas de goma, siente el ardor en la garganta. La bruma tóxica la envuelve, y por un instante siente que el tiempo se pliega sobre sí mismo: los años de plomo, los saqueos del 2001, las sirenas que siempre anuncian tragedia.

Alguien grita algo sobre infiltrados, sobre violentos, pero Dora solo ve a jubilados encorvados, a madres abrazando a sus hijos, a cuerpos cayendo sobre el asfalto. Un empujón la tira al suelo. El pavimento es frío, pero la indiferencia lo es aún más. Un policía la increpa, le grita que se vaya. Dora no entiende si es una amenaza o una súplica.
Cuando logra incorporarse, su cartelito ya no está. Se lo tragó la tormenta de gases y gritos. Como su hermano, como sus ahorros, como sus derechos.
El Estado, la ideología y la desinformación
No pasaron ni dos horas y los medios ya estaban construyendo la versión oficial: la marcha fue violenta, la policía actuó con moderación, todo fue un intento de desestabilización.
Aquí es donde Louis Althusser nos da la clave para entender lo que ocurre. En Los aparatos ideológicos del Estado, el filósofo explica que el poder no solo se sostiene con la violencia represiva —la que Dora y tantos otros sufrieron en la calle— sino también con un aparato mucho más sutil y peligroso: el control del discurso.

“La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”, escribió Albert Camus. La represión es solo la mitad del problema, la otra mitad es la indiferencia de quienes miran para otro lado.
La televisión, los diarios afines al gobierno y las redes oficiales trabajan en conjunto para construir una narrativa que haga tolerable lo intolerable. Convencen a la sociedad de que la represión es necesaria. De que los jubilados, en lugar de víctimas, son actores de una maniobra oscura. Así, el gobierno no necesita disculparse ni rectificarse, solo necesita que la indignación se disuelva entre titulares manipulados y falsos debates televisivos.
El parto de una nueva etapa
La violencia es la partera de la historia, pero lo que importa es qué nace de ella. Lo que vimos frente al Congreso es el síntoma de una sociedad que está llegando al límite. No sabemos todavía qué saldrá de estas contracciones: si una mayor sumisión o una respuesta organizada.
Pero lo que sí sabemos es que la violencia con la que el gobierno intentó acallar a Dora y a miles como ella no es signo de fortaleza, es un síntoma de miedo. Miedo a que la gente no se trague la mentira, miedo a que la historia empuje con fuerza una vez más.

Y la historia, como decía Galeano, “es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será”.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)