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Columnistas

Ayer te mentí

ayer te mentí
Por Alejo Álvarez Tolosa |Foto: @phticocid

Me siento igual que la figura que está bien arriba y a la derecha, con los brazos en alto, en el Guernica de Picasso, me dijo con sus ojos redondísimos y su barba algo arrugada de tan larga. Pero la figura representa a una madre que perdió a sus hijos, dije yo, y que llora desesperadamente, intentando quitarle poesía a algo tan elemental y necesario como el deseo humano (el que sea). Se quedó pensando, en silencio, revolviendo la taza de café, mientras la cucharita golpeaba la porcelana blanca y sonaba igual que dos monedas en un bolsillo. Quizá, dijo, yo también perdí algo. Y eso estaba claro, pensé, aunque no dije nada, porque todos hemos perdido cosas, y después sentí un vacío gigantesco en el centro de mi estómago, pero disimulé; y que al igual que con la figura femenina del Guernica, bueno, no podemos ni podremos jamás, recuperarlo. Eso lo dije, se me escapó, y fue un clavo del cual se agarró, no con desesperación sino abatido, y después abrió sus ojos, y cerró sus manos con fuerza, y dijo: yo no quiero recuperar nada, pero sí quiero saber dónde puedo encontrarlo, cuando sea que lo necesite.

Ayer te mentí. Con esa frase había iniciado la conversación, antes de sentarnos, de pedir los cafés, de quejarnos de la humedad que era casi tan insoportable como vivir en este mundo en el que todo está mal visto y todo es cuestionable. Y peor aún, que no lo dijimos porque ya lo sabemos, el mundo termina siendo una tiranía camuflada en una falsa libertad que lo tiñe todo, que aplica al absoluto. Te tengo que contar algo, siguió sin preámbulos, ahora, igual que quién necesita expulsar un vómito incontrolable, y corre. Ayer te mentí, no estaba trabajando, sino en un spa para caballeros, de esos que sos uno al entrar y otro muy distinto al salir. No entiendo, dije sin decir, levantando las cejas hasta casi tocar mi flequillo, y era cierto: nunca había ido a uno. Es un lugar al que voy a encontrarme, a desconectarme, a olvidarme del mundo mientras me masajean todo el cuerpo. En dos oraciones repitió el mismo eufemismo, que entendí a primeras, aunque preferí seguir indagando, quizá por el morbo de escuchar decir lo que no quieren decir, mientras finjo que la vida es más compleja y que necesita un manual de instrucciones (cuando en verdad no lo es ni lo necesita). Son cuarenta y cinco minutos de paz, me lleva a otro nivel, soy yo, empieza por los pies y sigue hasta la cabeza sin dejar un centímetro de mi cuerpo sin tocar, de frente y del revés. Todo eso dijo, mientras yo lo escuchaba en silencio, y no lo dijo, pero yo escuché, la palabra prostático. Al final, con los cafés ya entre nosotros, dije: tan difícil de describir, y tan fácil de imaginar. Y él sonrió como si el ruido finalmente se hubiera transformado en música.

La pregunta caía por su propio peso; sobrevolaba la conversación igual que un pájaro al cadáver de un animal muerto, y entonces cayó, no como pregunta sino como respuesta, o como preservación personal, que no era necesaria, pero, otra vez, divertida para la escena de dos tipos que se juntan a hablar de lo que nadie quiere escuchar, tan solo ellos dos; y a veces ni siquiera. Que la esposa sabía todo, que no había problema alguno, que lo apoyaba, que ella quería que él hiciera todo lo que quería, sin restricciones más que la estúpidamente necesaria verdad sin tapujos ni reservas. Pero que en verdad no sabía todo, sonrió; que algunos detalles eran propios de la sesión, necesarios para generar un ambiente íntimo e inalterable. Clímax, dijo, en rigor, y estiró la equis igual que una frenada de urgencia. Yo no sé si eso será cierto, porque para mi la mayor privacidad del mundo se alcanza cerrando la puerta que nos comunica con el mundo exterior, ósea cerrando los ojos, y eso es posible lograrlo en casi cualquier lugar. Pero lo cierto es que él lo decía convencido, totalmente convencido de que, así como paso a paso se cruza el desierto, toda verdad esconde también pequeñas mentiras que terminan siendo zonceras sin demasiada importancia. Pero a mi, todo eso, me sonó a otra cosa, que no se lo dije, que quizá lo lea acá.

Me sonó a miedo. Justificado, seguramente; considerado, definitivamente; pero miedo al fin. De esos que inventamos como respuesta a la necesidad de sentir que estamos haciendo algo que está mal, que debería estar mal, que todos van a pensar que está mal. De esa clase de miedos que en verdad no existen. Que son una nube que solo nosotros podemos ver. Y yo no ando por la vida diciendo todo lo que verdaderamente pienso, ni hago todo aquello con lo que me obsesiono, ni vivo bajo la poco amable libertad de lo genuino, sino quizá todo lo contrario, pero cuando veo una mandarina jamás digo, ni podría decir, que es una naranja. Mi amigo había avanzado un paso más allá de lo que muchos podríamos presumir, eso es cierto, y lo celebro y celebré con él; al final, aunque con otros deseos, yo también quisiera abrir puertas que a veces no puedo siquiera considerar. Él la había imaginado, buscado, creado, abierto, y entraba en ella un puñado de veces al año para encontrar eso, vaya uno a saber realmente qué, que tanto disfrutaba. Pensar, como podría cualquier lector o lectora, que es simple y mundana satisfacción, sería igual que pensar que uno solo come por hambre, o que toma cerveza con el afán de no deshidratarse.

Pero al final, mientras buscaba los billetes para pagar mi mitad, se me ocurrió algo tenebroso. Ese miedo era real, tenía que serlo: igual que un fumador le teme al fuego con el que prende el cigarrillo. Pero había algo más, que me inquietaba, que me dolía. Y así como todos los miedos siempre parecen nuevos y recién nacidos, y casi nunca lo son, su pequeño acto secreto de ir a buscar lo que sea que él fuera a buscar, también decía algo más: que no importa cuán lejos estés dispuesto a llegar: si el mundo te exige impostura, todo termina siendo una espantosa paradoja. Ayer no me mintió; se mintió, como todos.

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