¿Qué es el horror? Es muy difícil responder, ya que la vida se hace más compleja con los años. Esa complejidad nos impide dar respuestas sencillas. Es una de las contras del envejecimiento, de esa sintonía que nos acerca inexorablemente a nuestro destino natural: la muerte.
Desde mi perturbada y equívoca percepción, siento que el horror es una grieta en la realidad, una fisura por donde se filtran nuestros peores temores, lo inexplicable, lo incontrolable. En la literatura, el horror se ha manifestado de múltiples formas, desde los relatos góticos de Edgar Allan Poe hasta el horror existencial de H.P. Lovecraft. Pero, ¿Es solo una emoción pasajera o es algo más profundo?
A diferencia del simple miedo, que responde a una amenaza inmediata, el horror implica una percepción más amplia de lo ominoso. Nos enfrenta a lo desconocido, a lo que desafía nuestra comprensión del mundo. En Frankenstein de Mary Shelley, el horror surge no solo del monstruo, sino del dilema ético de su creación. En La llamada de Cthulhu, Lovecraft nos recuerda que el verdadero terror radica en la indiferencia del cosmos ante nuestra existencia.

Tal vez el horror sea la última frontera de la imaginación, el lugar donde se encuentran nuestros miedos más primitivos con las preocupaciones más contemporáneas.
Pero el horror no solo se manifiesta en la ficción. Está en la cotidianidad, en lo que asumimos como normal, sin percatarnos de su monstruosidad latente. Un rostro que de pronto nos parece ajeno, un silencio que se prolonga más de lo necesario, una figura al fondo del pasillo que juraríamos que no estaba allí hace un segundo. El horror es, en el fondo, la sospecha de que la realidad no es tan estable como creemos, de que bajo la superficie de la rutina acechan fuerzas que no comprendemos.
Pero si hay un horror que trasciende lo imaginable, que no es un juego de sombras ni una inquietud abstracta, es el horror tangible y sangriento que ha marcado la historia de la Argentina. No es un miedo construido en la ficción, sino uno que devoró cuerpos, arrasó vidas y dejó un vacío imposible de llenar. Un horror que no se disuelve con el amanecer, que no se olvida cerrando un libro, porque ha sido real, porque sigue siendo real.
La dictadura cívico-militar instaurada en 1976 no solo ejecutó una política de exterminio sistemático, sino que perfeccionó la maquinaria del terror. La desaparición. Esa palabra que arrancó de cuajo a seres humanos de la faz de la tierra, borró sus huellas y anuló toda posibilidad de duelo. No hay tumba, no hay nombre, no hay muerte; no hay final. Quizá no haya mayor maldad imaginable.

El horror en nuestro país fue planificado con una frialdad inadjetivable. Fue la tortura convertida en una metodología de Estado, fue la apropiación de niños nacidos en cautiverio; fueron vuelos de la muerte, ese siniestro eufemismo que convertía el cielo en una fosa común. En su ensayo Vigilar y castigar, Michel Foucault expone cómo el poder opera sobre los cuerpos, cómo el castigo deja de ser un acto público para convertirse en una administración invisible del sufrimiento. En esa época, el terror no se exhibía, se susurraba, se intuía. Era una maquinaria silenciosa y efectiva, que obligaba a la sociedad a la parálisis, al miedo perpetuo de ser el próximo.
Quizás una de las manifestaciones más aterradoras del horror sea la forma en que se enquista en la cotidianidad. Me recuerda a La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, donde se imagina un universo en que la repetición de las imágenes crea una realidad falsa, una simulación. La dictadura también fue eso: un intento de imponer una realidad prefabricada, donde el relato oficial sepultaba cualquier vestigio de verdad. Donde los ausentes no eran mencionados, donde los cuerpos arrojados al río eran negados, donde el silencio se transformó en la norma.
Donde hay horror, ¿hay silencio? Podría ser una primera certeza
Tal vez el horror es que un día alguien estaba y al siguiente no. Que la casa quedaba intacta, pero vacía. Que el timbre sonaba de madrugada y eso bastaba para saber que todo había terminado. Que el miedo se heredaba, que las madres buscaban a sus hijos con la desesperación de quien busca una sombra. Es la tensión entre la ficción y la brutalidad de lo real, y en la Argentina del Proceso de Reorganización Nacional, la ficción oficial se construyó para encubrir la violencia, para ocultar los gritos tras las paredes de cientos y cientos campos de concentración.

Capaz que el horror no es solo la muerte, sino la ausencia. No es solo la tortura, sino el silencio cómplice. No es solo el pasado, sino la memoria fragmentada, la dificultad de comprender tanto odio irracional. Como dijo Primo Levi en Si esto es un hombre: el verdadero infierno no es solo el sufrimiento, sino la indiferencia. La Argentina fue un laboratorio del horror, una pesadilla de la que todavía despertamos de a poco, intentando encontrar las palabras para nombrar lo innombrable. Aquello ajeno a la comprensión de la sensibilidad humana.
El horror es una herida que no cierra, un eco que atraviesa el tiempo, un susurro que aún estremece las sombras. No es solo la muerte, sino la ausencia; no es solo la tortura, sino el silencio que la rodea. Es la historia escrita con sangre y arrancada de los libros, la memoria fragmentada que lucha por reconstruirse.

El horror es también la mirada esquiva, la complicidad muda, la rutina que siguió su curso mientras el abismo crecía bajo los pies de tantos. Tal vez nunca comprendamos del todo la naturaleza del horror. Tal vez su esencia sea esa: ser una pregunta sin respuesta, un abismo que nos devuelve la mirada. Pero mientras alguien sostenga una ausencia en su pecho, mientras alguien pronuncie un nombre que otros quisieron borrar, el horror no tendrá la última palabra.
Porque la última palabra siempre será la memoria.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)