Karl Marx sostenía que "no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia". Y, sin embargo, en nuestro país las clases populares parecen votar sistemáticamente contra sus propios intereses materiales. Esta aparente contradicción no solo desafía el corazón del materialismo histórico, sino que nos invita a preguntarnos qué fuerzas invisibles moldean hoy la conciencia del pueblo, más allá de lo tangible. ¿Acaso no será que la conciencia ha sido colonizada antes que la economía? ¿La democracia, en lugar de ser el camino hacia la emancipación, se ha convertido en el guion de una tragicomedia?
Naomi Klein, en La doctrina del shock, describe cómo las crisis son utilizadas como oportunidades para imponer políticas neoliberales que, de otro modo, serían impopulares. Argentina ha sido un caso paradigmático de esta lógica: desde los golpes militares funcionales a intereses externos, hasta el experimento de convertibilidad de los años 90, cada colapso ha sido seguido por recetas impuestas desde organismos internacionales como el FMI, cuya misión pareciera no ser la de asistir a los pueblos, sino la de garantizar la obediencia geoeconómica.
Nuestro país es el resultado de una ingeniería social a la intemperie, un campo de pruebas donde se testean los límites de la resiliencia popular frente a las imposiciones del capital financiero global. La deuda externa funciona aquí como el dispositivo central de una nueva forma de colonialismo. Ya no se necesitan ejércitos, basta con burócratas con corbata y lenguaje técnico. Como decía Samir Amin, "el capitalismo no puede desarrollarse en la periferia sin mantenerla en estado de dependencia estructural". Y en Argentina, esa dependencia ha sido constitucionalizada en acuerdos firmados entre gallos y medianoche, sin consulta democrática y con consecuencias generacionales.

Borges, con su punzante ironía, afirmó que “la democracia es un abuso de la estadística”. Y si lo es, en Argentina lo es con especial entusiasmo. Aquí, el acto de votar se ha convertido en un deporte de alto riesgo, una especie de ruleta rusa electoral donde los desplazados terminan eligiendo al verdugo con la esperanza de que, esta vez, el disparo no sea mortal. Cada elección es presentada como una restauración, una refundación de la patria, pero lo que se restaura, una y otra vez, es el ciclo de frustración, dependencia y ajuste.
Decía Hegel que la historia avanza en espiral: tesis, antítesis, síntesis. Pero acá parecemos atrapados en un bucle trágico donde la síntesis nunca llega. El kirchnerismo emergió como reacción al neoliberalismo, y el mileísmo, como reacción al kirchnerismo. Pero ambos extremos parecen compartir una misma impotencia, la de no poder romper el marco colonial que nos impide decidir soberanamente sobre nuestro destino.
Somos la síntesis del colonialismo moderno. Como ha mencionado Aníbal Quijano al hablar de la "colonialidad del poder": una forma de dominación que no termina con la independencia formal, sino que se perpetúa en las formas de pensar, de producir, de gobernar. La deuda, la dolarización mental, el fetichismo del libre mercado y la demonización del Estado son expresiones de esa colonialidad que sigue dictando el guion argentino.
Las clases populares, atrapadas entre la urgencia y la desinformación, son presas fáciles del marketing político, de candidatos que venden soluciones mágicas con el mismo tono con que se promociona una aplicación para pedir comida. La democracia se reduce a un algoritmo emocional donde el miedo, la bronca o la esperanza pesan más que los proyectos reales. ¿Cómo esperar conciencia de clase en una sociedad que ha sido sistemáticamente deseducada?

Argentina es la evidencia de que el modelo occidental de democracia liberal está en crisis. El voto se vuelve así una coartada para legitimar lo ilegítimo, para disfrazar de voluntad popular lo que no es más que obediencia estructural.
Milei no es un fenómeno aislado, sino la última fase de un experimento donde la anarquía de mercado se impone como solución mesiánica. Su figura, histriónica y disruptiva, cumple la función de la antítesis hegeliana: representa la ruptura con todo, incluso con lo que no debía romperse. Pero si algo demuestra su ascenso es que la desesperación es más poderosa que la memoria histórica.
No obstante, la historia enseña que ningún experimento social es eterno. El péndulo argentino podrá seguir oscilando entre extremos, pero, tarde o temprano, como advertía Gramsci, "lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer". El problema es que, en ese interregno, proliferan los monstruos.
Mientras tanto, el pueblo argentino sigue protagonizando su tragicomedia: votando, resistiendo, sobreviviendo. Con la esperanza, quizás ilusoria, de que alguna vez la democracia deje de ser un libreto impuesto y se convierta en un acto real de autodeterminación para un país justo.

Pero la esperanza, cuando no se nutre de conciencia, se convierte en un espejismo. Y los pueblos, como los individuos, pueden acostumbrarse a caminar en círculos si se les convence de que avanzar es peligroso. Se nos ha enseñado a temer más al abismo de lo desconocido que a la miseria de lo conocido. Así se perpetúa el orden, así se disfraza la sumisión de elección, así se normaliza el absurdo.
“Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo.”
Pero incluso ese gesto, en esta tierra saqueada y fatigada, suena más a grito en una caverna que a acto fundacional. Porque acá, hasta la idea de empezar de nuevo ha sido colonizada. Se nos permite cambiar de verdugo, pero no de destino. Elegir la soga, pero no cortar la cuerda. Vivimos proclamando que todo está perdido, sin el valor —o la posibilidad real— de hacer que algo verdaderamente comience.
Y así seguimos, en la tragicomedia, donde la catarsis reemplaza a la revolución y el voto se convierte en un placebo para que el dolor no despierte demasiadas preguntas.
Argentina, laboratorio de lo imposible, sigue escribiendo su historia en espiral, sabiendo —en el fondo— que no hay círculo más perfecto que aquel que nunca se rompe.

Una breve nota al pie:
Perdón. Perdón por no ofrecer una salida, por no terminar esto con una bandera flameando en lo alto ni con una frase esperanzadora que calme la angustia. Perdón por no creer en redenciones súbitas ni en iluminados que nos van a salvar. Perdón por insistir en mirar el abismo sin parpadear, aun cuando lo correcto sería bajar la vista y seguir fingiendo que todo está más o menos bien. Tal vez escribir esto no sirva de nada. Tal vez leerlo tampoco. Pero en un país donde la mentira se volvió idioma oficial, pedir perdón por decir lo que se piensa ya es, al menos, un gesto de mínima cortesía.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)