“¿Cuándo mueren los partidos?” No es cuando se disuelven formalmente, ni cuando cierran sus locales, ni cuando sus afiliados queman sus fichas en una plaza. No mueren cuando pierden elecciones, ni cuando desertan sus dirigentes: mueren mucho antes. Mueren cuando dejan de pensar, cuando dejan de imaginar un horizonte, de articular ideas con historia, de encarnar un deseo colectivo. La muerte de un partido es una muerte ontológica, filosófica, inmaterial. Es la pérdida del alma que le dio sentido, es una vejez sin épica.
Y por eso, en este decimonónico aniversario de la Convención Nacional de Gualeguaychú, no hay celebración posible. Apenas un velorio sin deudos, porque el radicalismo no solo ha muerto, sino que ha sido profanado. La UCR, esa antigua estructura republicana que supo encarnar la pasión laica de las clases medias ilustradas, ha sido saqueada. Saqueada por una fuerza joven, el PRO, cuya voracidad amarilla se alimentó de los restos de un partido que ya no se reconoce en el espejo de su historia.
El acuerdo sellado en 2015 bajo la bandera de la "alternancia" fue en realidad un pacto faustiano. Ernesto Sanz y otros arquitectos de aquella entrega, se envolvieron en los ropajes del republicanismo para rematar los muebles viejos de una casa que, lejos de estar en orden, estaba abandonada. ¿Dónde está el juicio histórico y político a quienes llevaron al radicalismo al altar del sacrificio? ¿Cuándo se hará la memoria de esa decisión que desdibujó toda identidad y toda causa?

Qué quedó del radicalismo después de Gualeguaychú
Hoy, el radicalismo es un fantasma sin linaje. Oscila como un péndulo entre extremos irreconciliables. Desde los que militan una destrucción completa del aparato estatal, con la ortodoxia económica como dogma y el conservadurismo social como credo, hasta quienes pretenden reconstruir una fuerza de centroizquierda, de raíz socialdemócrata, que agrupe al progresismo disperso. Entre Lousteau y De Loredo, entre Abad y Manes, no hay partido: hay pulsiones sueltas, retazos de un traje que ya no viste a nadie.
El germen amarillo tiñó de gorilas al radicalismo. Lo vació de su espíritu alfonsinista, lo alejó de las clases medias populares, de la lucha por los derechos humanos, de su sensibilidad federal. Hoy, gerencia agendas ajenas, administra cuotas de poder en alianzas que no lidera y que, en el fondo, lo desprecian. No tiene norte porque no tiene ideas. Y sin ideas no hay ideología, solo gestión del oportunismo.
El radicalismo ha sido un anciano saqueado por un joven oportunista que hoy también atraviesa su ocaso. El PRO, estrella fugaz del marketing político, comienza a pagar el precio de su vacío de contenido. Pero el daño ya está hecho. Y es probable que sea irreparable.
No hay partido sin militantes, dicen. Pero más grave es no tener ideas, porque sin ideas, no hay para qué militar. Y sin porqués, no hay futuro posible. Pareciera que el radicalismo no está de pie, está de cuerpo presente.

Pero incluso en este velorio sin deudos, entre coronas marchitas y discursos de cartón, hay un murmullo que persiste, casi como un susurro vegetal: la certeza íntima de que no todo está perdido. Como si bajo la tierra removida por el saqueo, aún quedaran semillas que no han renunciado a germinar.
Porque hay algo que no pudieron matar. No con sus traiciones, ni con sus pactos de ocasión, ni con sus ideologías vendidas al mejor postor. Hay algo que sobrevive, que se filtra por las grietas del mármol partidario y toma cuerpo en las voces nuevas, en las manos que se extienden sin cálculo, en los ojos que todavía se animan a mirar de frente.
Capaz tengamos nuestra oportunidad: la de desarticular esa burocracia inmunda que comenzó a enquistarse como un cáncer en 2015, con la farsa de la alternancia y el vaciamiento del sentido. Capaz podamos, desde nuestra vivencia, construir una arquitectura de pensamiento que no tema a la ternura ni a la crítica, que no desconfíe de la sensibilidad como forma de inteligencia. Que honre la historia no como ritual, sino como acto vital de presente.
Decía Krause, aquel filósofo alemán casi olvidado en nuestra ideología radical: “La libertad no consiste en la negación del otro, sino en la afirmación mutua en la comunidad de los espíritus libres”. Y eso, quizás, sea nuestro horizonte: reconstruir la política como comunidad de espíritus libres, donde las ideas vuelvan a valer más que las estrategias electorales, donde la verdad pese más que la táctica, donde el deseo de justicia no sea una excusa sino una dirección.

No hay que restaurar los mausoleos, ni que pedirles permiso a los sepultureros de la utopía. Nuestra tarea, si tenemos el coraje, será la de sembrar otra vez. Pero no con las semillas heredadas, sino con las que brotan del presente: con la ética de lo común, con la potencia del pensamiento que nace en la calle, con el fuego lento de los cuerpos de los jóvenes militantes que nos negamos a ser mercancía.
La política, la verdadera, aquella que Alfonsín entendía como encuentro humano, todavía puede ser nuestra. En la medida en que volvamos a creer que es posible hablar de dignidad sin pedir disculpas, de justicia sin vergüenza, de futuro sin comillas. No todo está muerto. A veces, entre los escombros, germina lo más terco: la esperanza.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)