Tras la confirmación de la muerte del Papa Francisco, la Iglesia convoca al “cónclave” para elegir al nuevo sumo pontífice. Cabe destacar que su nombre proviene del latín “cum clave” es decir “con llave”, en referencia a la sala antiguamente cerrada donde se reunían los cardenales y es una institución que se remonta al siglo XIII.
El término “cónclave” proviene del latín cum clave (“con llave”) y alude al encierro de los cardenales en un recinto cerrado, hoy la Capilla Sixtina, hasta consensuar el nombre del nuevo Sumo Pontífice. La tradición de aislar a los electores se remonta a 1241, cuando los cardenales fueron encerrados para evitar presiones externas al momento de elegir a Celestino IV. Sin embargo, el episodio más recordado es el cónclave de Viterbo, iniciado en 1268 tras la muerte de Clemente IV.
El proceso se extendió por casi tres años debido a las disputas internas del Colegio Cardenalicio. Desesperados, los habitantes de Viterbo encarcelaron a los cardenales, les quitaron el techo del palacio papal y les redujeron la comida a pan y agua. Recién en 1271, una comisión de seis cardenales logró elegir a Gregorio X, quien formalizó las reglas del encierro. Su sucesor, Juan XXI, intentó suavizarlas, aunque con el tiempo el rigor se fue adaptando a cada época. Por ejemplo, en el siglo XIX los cardenales podían llevar hasta una botella de coñac.
El cardenal camarlengo es el encargado de verificar la muerte del Papa, custodiar los bienes de la Santa Sede y organizar el cónclave. Durante el proceso, redacta informes de cada votación y asegura el cumplimiento de las normas impuestas por la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996.
Una vez fijada la fecha, que debe ubicarse entre 15 y 20 días después del fallecimiento del Pontífice, los cardenales electores se instalan en la Casa Santa Marta y se trasladan en completo aislamiento hasta la Capilla Sixtina. No pueden usar teléfonos, leer diarios, mirar televisión ni recibir información del exterior. Incluso se revisan posibles dispositivos de espionaje en la capilla antes de cada sesión.
El ritual comienza con el ingreso solemne al son del Veni Creator. Al cerrarse las puertas con la icónica frase “Extra omnes”, todos los ajenos al proceso deben salir. Luego, los cardenales juran guardar absoluto silencio sobre el desarrollo del cónclave. Cada uno escribe el nombre de su elegido en una papeleta, que deposita en una urna tras pronunciar: “Testor Christum Dominum…”, en latín, prometiendo haber votado según su conciencia ante Dios.
Para que un cardenal sea elegido Papa, necesita una mayoría calificada: dos tercios de los votos. Si no se alcanza, los papeles se queman junto a productos químicos que emiten una humo negro, señal de que no hubo consenso. Cuando finalmente hay un elegido y este acepta, se quema otra tanda con una sustancia que genera humo blanco: Habemus Papam. En simultáneo, suenan las campanas de San Pedro.
Sorprendentemente, no es necesario que el nuevo Papa esté presente en el cónclave. Incluso podría no ser obispo. A lo largo de la historia, hubo papas que eran padres de familia, como Adriano II en el siglo IX. Sin embargo, desde hace siglos la elección recae entre miembros del Colegio Cardenalicio.
Durante su pontificado, Francisco celebró nueve consistorios y creó 142 cardenales, de los cuales 113 son electores. Proceden de 70 países, 22 de los cuales nunca antes habían tenido representación en el Colegio Cardenalicio. Este perfil global podría marcar el rumbo de la Iglesia en los próximos años. Pero como reza el viejo dicho vaticano: “Quien entra Papa al cónclave, sale cardenal”. El próximo Pontífice, dicen, solo lo conoce Dios.
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