Un 9 de octubre de 1958, a las 3:52 de la madrugada, se apagaba la vida de Pío XII, el Papa que estuvo al frente del Vaticano durante casi dos décadas. Tenía 82 años y murió en Castel Gandolfo, la residencia papal de verano. Pero su final fue tremendo: su propio cuerpo terminó explotando en pleno funeral.
Eugenio Pacelli, más conocido como Pío XII, venía arrastrando varios problemas de salud: ya había sufrido dos derrames cerebrales y estaba completamente postrado cuando tuvo un infarto fulminante. Pero lo que pasó después fue aún peor.
El encargado de cuidarlo en sus últimos días fue Riccardo Galeazzi-Lisi, su médico personal, un hombre tan polémico como poco calificado para el rol: era oftalmólogo, sin especialización en nada relacionado con cuidados paliativos, y se hizo famoso más por su afán de figurar en los medios que por sus conocimientos médicos.

De hecho, vendió fotos de la agonía del Papa a revistas como Paris Match, y hasta arregló con periodistas para anunciar la muerte antes de tiempo. El tema es que una enfermera abrió una ventana para ventilar la habitación y varios medios anunciaron el fallecimiento un día antes. Un papelón internacional.
Embalsamamiento de terror: hierbas, celofán y olor a podrido del papa Pío XII
Como el Papa quería que su cuerpo quedara intacto, sin que le saquen los órganos, Galeazzi-Lisi le vendió un sistema de embalsamamiento "natural", sin químicos, a base de hierbas, aceites esenciales y papel celofán. El método, supuestamente milagroso, resultó ser un desastre total. El calor, la falta de ventilación y los líquidos del cuerpo empezaron a generar una descomposición acelerada, con olor nauseabundo incluido. Los guardias suizos se desmayaban del asco y tenían que turnarse cada 15 minutos para poder aguantar.
Durante la procesión del cuerpo desde Castel Gandolfo hasta Roma, la gente empezó a notar que el cadáver se estaba poniendo verde esmeralda, como si fuera un zombie. La presión interna aumentó tanto que, a la altura de San Juan de Letrán, el pecho del Papa explotó dentro del ataúd.

El final más indigno
La situación era tan dramática que tuvieron que convocar de urgencia a los mejores embalsamadores de Roma para intentar salvar lo que quedaba. El cuerpo estaba irreconocible: el tabique nasal se le había desprendido, el rostro se descomponía a la vista, y tuvieron que ponerle una máscara de cera para que nadie se horrorice. Incluso subieron la tarima para que los fieles no pudieran ver de cerca el cadáver.
Finalmente, el médico fue echado por el Vaticano. El nuevo Papa, Juan XXIII, lo expulsó para siempre, y el Colegio Médico italiano lo sancionó por haber vendido la intimidad del Pontífice, al haber lucrado con el morbo.