En un mundo saturado de eslóganes, donde la palabra se ha vuelto residuo de marketing y la política una guerra consignataria, Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, fue transgresor no por lo que calló, sino por lo que pensó. En tiempos donde las consignas sustituyen a los fundamentos, él eligió las ideas. Ideas incómodas, antiguas como el pan y el vino, pero también nuevas como un perdón imposible.
Fue —y tal vez sigue siendo— un hombre de ideología, en el sentido más noble del término: alguien que se atrevió a habitar una arquitectura del pensamiento en lugar de posar para la foto de la consigna. “El tiempo no transcurre en vano para quienes se atreven a pensarlo”, escribió Alejo Carpentier. Francisco fue, en ese sentido, un hombre que pensó el tiempo, y por eso se volvió intempestivo.
Antes de ocupar titulares, de levantar críticas y alabanzas desde todos los rincones del planeta, fue simplemente Jorge. Un tipo más entre millones. Un argentino más. De esos que esperan el colectivo bajo la lluvia, que se aprietan en el subte a las seis de la tarde, que se enojan con el tránsito como si el caos fuera una afrenta personal. Pero no era un argentino cualquiera: era un porteño. Y no cualquier porteño, uno del sur, del barrio de Flores. De esa Buenos Aires profunda donde los estadios se escuchan respirar, donde la vida refrenda una estética escueta, donde la pobreza no es un tema para panelistas, sino un dato de la biografía.

Ser porteño, ya lo sabemos, es una forma exagerada de ser argentino. Y ser del sur de la ciudad, una forma trágica de ser porteño. Desde ahí emergió Bergoglio, con su austeridad de párroco de barrio.
No le fue fácil llevar esa mirada a Roma
Francisco no entendió la Iglesia solo como institución, sino como cuerpo político, como estructura simbólica, como refugio de los últimos. Y quiso reformarla desde adentro, no desde el mármol, sino desde la carne. Habló de los pobres cuando no quedaba bien hablar de ellos, denunció el capitalismo voraz desde los altares dorados, y se animó a pronunciar palabras como justicia social en lenguas donde esa expresión suena a herejía.
No era un filósofo, pero vivía como si la conciencia lo fuera. Su modo de estar en el mundo obedecía a una brújula ética más que a una estrategia de poder. Immanuel Kant escribió que “la dignidad del hombre reside en su capacidad de actuar según principios, no según inclinaciones”. Bergoglio, con su sotana blanca y sus zapatos gastados, fue uno de los pocos líderes mundiales que no solo predicó principios, sino que los encarnó. No obedecía al mandato del éxito ni a la lógica del cálculo. Prefería el deber —esa palabra tan antigua—, incluso cuando eso lo volvía incómodo para el poder eclesiástico, el político y el mercado.
Kant también decía que “la fe no es conocimiento, sino una necesidad de la razón práctica”. Y eso, de algún modo, define lo que quedó en mí tras su muerte. No es que haya vuelto a creer en Dios. Pero algo de su gesto —ese gesto de pensar el bien común aun en medio del cinismo— me recordó que la razón puede y debe aspirar a lo justo, incluso sin pruebas ni garantías. Francisco no operaba con dogmas, sino con convicciones morales. Y en un mundo que ha hecho del relativismo una industria, que alguien se atreva a sostener una idea —aunque sea tambaleante— ya es una forma de fe. Una fe sin cielo, pero con tierra.

Mi mamá fue creyente. Creyó, como creen los que aman con una devoción heredada, que la fe podía salvarnos de algo. Me adoctrinó, o al menos lo intentó. Me enseñó a rezar y me arrastró a misas de domingo con más paciencia que esperanza. Y en ese transcurrir, se cruzó Bergoglio. No como líder ni símbolo, sino como presencia silenciosa en los rituales de mi infancia. Apenas un rostro, una voz suave, un gesto. Presenció mi bautismo y mi confirmación. Era un hombre más, un cura más, que por entonces empezaba a alzar la voz contra ciertas posturas del kirchnerismo. Un tipo con mirada cansada, pero encendida. De esos que no necesitan gritar para hacerse escuchar.
Mi vida, como tantas, se fue alejando de la religión. Hoy soy un escéptico de toda creencia: divina, política o humana. La fe se me volvió un lenguaje ajeno, y las iglesias, un eco del pasado. Pero a veces, lo que dejamos atrás nos vuelve de formas insospechadas. Porque su muerte me conmovió. No por el Papa, ni por la liturgia, me conmovió el hombre. Ese que, en su acto más transgresor, compartía —incluso conmigo, el descreído— una idea: que el mundo podría ser un lugar mejor. Más justo, más solidario.
Carpentier escribió: "Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos", y yo aspiro a recordar a Francisco no como un pontífice, sino como un hombre que pensó. Que creyó en el valor de una idea aun sin certezas, que insistió en la pregunta cuando todo se disolvía en respuestas vacías.

Quizás, en un tiempo tan desfondado de esperanza, ese gesto mínimo de seguir pensando, de seguir creyendo incluso sin certezas, sea el último milagro posible. Porque cuando todo se diluye en consignas, la filosofía —como la fe— no está en las respuestas, sino en la insistencia por seguir haciéndose preguntas.
Y Francisco, acaso, no fue el último Papa, sino el último hombre de ideas y el argentino más importante de la historia.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)