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Columnistas

¿Qué rumbo, amiga?

No hay democracia sin pueblo. No hay República sin ideas. Y no hay futuro sin una voluntad que se anime a disputarlo.
Kristalina Georgieva
Por Alejo Ríos |Fundador de "La Runfla Radical"

Los amigos —dice el dicho popular— están para cuando se los necesita. Y nosotros, hoy, necesitamos a nuestra amiga del Fondo. No a la técnica fría ni a la burócrata de traje sastre que habla en inglés con acento búlgaro desde oficinas inmaculadas en Washington. Hablamos de ella: la Georgieva, que nos mira con gesto maternal y nos dice, con dulzura de látigo: “Es importante que no se descarrile la voluntad de cambio”. Gracias, amiga. No hacía falta tanto afecto. En serio.

¿Quién define el cambio? ¿Quién traza la línea que separa el carril correcto del desvío peligroso? ¿Ella, la guardiana del ajuste eterno, la que nos visita con planillas de Excel para dictarnos cuántos recortes debemos realizar? ¿O el pueblo argentino, ese que camina entre persianas bajas, changuitos vacíos y estómagos huecos?

Porque el “rumbo” que nos piden mantener, nuestra querida Georgieva, no es otra cosa que un experimento corporativista, donde la economía se ha convertido en un mecanismo de extracción sistemática. Un proyecto en el que el capital financiero —voraz, anónimo y sin bandera— dicta el menú del día, mientras las mayorías mastican aire. ¿Qué rumbo, amiga? ¿El del hambre funcional? ¿El de las tarifas imposibles? ¿El del salario como sobra? ¿O el de los desembolsos que llegan solo para pagar lo que nos prestaron... para pagarles?

amiga georgieva

Como dijo José Saramago: “Vivimos en la dictadura del mercado disfrazada de democracia.” Y en esta tragicomedia que se reescribe en loop, el Fondo Monetario Internacional no es un actor más: es el titiritero. Cambia el guión si no le gusta. Si el protagonista no se acomoda, lo descarta. Y si el estatuto estorba, se olvida. Total, somos del sur. De esos países donde las reglas se aplican como un espejo roto: según quién mire.

Mientras tanto, en la Argentina, el debate de ideas —ese que alguna vez pretendió organizar los proyectos de país— fue reemplazado por una puesta en escena vacía, reducida a la competencia de egos y frases para redes. Este fenómeno no es casual, ni exclusivamente argentino. Forma parte de un proceso global: la crisis de la modernidad occidental y de su arquitectura institucional. La democracia representativa, tal como la conocimos, está en estado terminal: colonizada por el espectáculo, secuestrada por intereses financieros, divorciada de la voluntad popular. La política ya no encarna tensiones entre visiones del mundo, sino la administración pragmática de un modelo hegemónico que nadie se atreve a discutir. La caída de los valores republicanos no solo está en marcha: ocurre frente a nuestros ojos, y —lo más preocupante— en medio de una indiferencia generalizada.

En ese contexto, figuras como Javier Milei no son anomalías, sino productos genuinos de su tiempo. Son monstruos —en el sentido que anticipaba Gramsci— nacidos en el interregno de una época que muere y otra que no termina de nacer. Milei no propone ideas; propone desarticular la política misma. Su retórica ruidosa y antisistema encubre un proyecto profundamente funcional a las corporaciones que dice combatir. En nombre de la libertad, habilita la rapiña. En nombre del mercado, clausura lo común. En nombre del individuo, promueve la descomposición del lazo social.

milei IA

Para que una democracia sea verdaderamente vital, necesita algo más que elecciones regulares: necesita ideas. ¿Y qué es una idea? No una consigna, ni una ocurrencia. Una idea es una hipótesis de transformación; una forma de imaginar lo que aún no existe, pero podría ser. Las ideas movilizan, interpelan, convocan. Las consignas, en cambio, se repiten como mantras vacíos, diseñados no para pensar, sino para obedecer o provocar.

Hoy, la sociedad argentina —como muchas otras en el mundo— atraviesa una profunda orfandad cívica. No hay grandes relatos colectivos que convoquen al nosotros. No hay proyecto de país que ofrezca un horizonte de sentido. No hay una comunidad de destino compartido. En ese vacío, Milei se erige como administrador del caos: lo exacerba, lo dramatiza, y lo convierte en combustible para su legitimidad. Su discurso libertario se nutre de esa intemperie emocional, pero no la cura: la reproduce.

Y sin embargo, no todo está perdido. Existen excepciones. Proyectos locales, colectivos sociales, actores emergentes que ensayan otras formas de lo político. Que aún creen en la potencia de la palabra, en la ética del compromiso, en la fuerza de la comunidad organizada. No son todavía mayoría, ni marcan el rumbo. Pero existen. Y esa existencia ya es una chispa.

La tarea de una vocación transformadora hoy es precisamente esa: encender chispas en la oscuridad. Recuperar la confianza en la República no como un fetiche institucional, sino como una promesa viva de igualdad, participación y justicia.

milei

Porque los pueblos no viven de consignas huecas. La gente quiere ideas. Necesita ideas. Porque las ideas —las verdaderas, las que duelen, las que incomodan— son la única materia prima con la que podemos construir algo diferente. Sin ideas no hay pluralismo, no hay democracia, no hay país posible.

En síntesis: no hay democracia sin pueblo. No hay República sin ideas. Y no hay futuro sin una voluntad que se anime a disputarlo.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)

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