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Columnistas

Nos robaron la dignidad

Quizás, entonces, la esperanza no provenga de la política, sino del pensamiento. De la palabra dicha con responsabilidad, de la conciencia de que, aunque todo invite al repliegue, aún hay zonas de humanidad que no han sido capturadas.
dignidad
Por Alejo Ríos |Fundador de "La Runfla Radical"

La historia de los pueblos no se escribe sólo en los hechos visibles, sino también en los signos sutiles del deterioro moral. Cuando se desfinancia una universidad, cuando se deja caer la ciencia, cuando se vacía un hospital pediátrico de excelencia, no se toman únicamente decisiones técnicas, se emite un juicio sobre qué vidas importan y cuáles pueden ser descartadas. En la Argentina de hoy, ese juicio es contundente. Se ha instalado una política del despojo. No sólo del despojo económico —que también—, sino de algo más hondo y menos reversible, el despojo de la esperanza, de la autoestima colectiva, de la capacidad de imaginar otro porvenir.

No se trata, como se pretende hacer creer, de una política neutral de austeridad. No hay neutralidad posible cuando se reduce el financiamiento del Hospital Garrahan —institución modelo en salud pediátrica a nivel continental— a niveles que comprometen su funcionamiento. El Garrahan, donde se salvan vidas de niños con enfermedades complejas sin distinción de clase ni procedencia, recibió este año apenas el 40 % de los fondos necesarios. Sus profesionales, formados en una tradición de excelencia y servicio, sobreviven con sueldos por debajo de la línea de pobreza. El desfinanciamiento se disfraza de racionalidad presupuestaria, pero lo que revela es una brutalidad encubierta bajo el ropaje del cálculo.

Lo mismo ocurre en las universidades públicas, en el CONICET, en los hospitales del interior. Se cancela el futuro en nombre del equilibrio fiscal. Se deteriora todo aquello que no genera ganancia inmediata: el conocimiento, la salud, la cultura, la ciencia. Pero ¿acaso puede haber economía sin ciencia, sin salud pública, sin educación?

Garrahan

Lo que se observa, en realidad, es la ejecución metódica de una “batalla cultural” cuyo blanco no es el déficit fiscal, sino el entramado simbólico que sostenía cierta idea de país. La universidad como motor de ascenso social. El hospital público como garantía de igualdad. El saber como bien colectivo. Todo eso debe ser puesto en duda, deslegitimado, degradado hasta parecer un exceso innecesario.

Como señaló Hannah Arendt, cuando lo político se vacía de sentido y se convierte en mero procedimiento técnico, la banalidad del mal se vuelve posible. La crueldad ya no es una elección explícita: es la consecuencia de políticas “racionales”, “necesarias”, “inevitables”. El problema, entonces, no es sólo lo que se decide, sino la gramática misma desde la que se decide. La gramática de lo contable como única verdad.

Esta ofensiva encuentra su potencia no sólo en lo que destruye, sino en lo que instala. Instala una subjetividad derrotada, aislada, en permanente estado de justificación. Byung-Chul Han ha descrito con agudeza este pasaje de la sociedad de la disciplina a la sociedad del rendimiento: ya no hay opresión desde fuera, sino autoexplotación desde dentro. El sujeto no protesta, se culpa. Se esfuerza por “merecer” un lugar, incluso dentro de un sistema diseñado para expulsarlo. La política, entonces, pierde su función transformadora y se convierte en gestión del malestar.

Zygmunt Bauman advirtió que en la modernidad líquida, donde todo es inestable, la política deja de ofrecer marcos de sentido. Sólo queda el consumo como promesa de alivio individual. En esa lógica, la desigualdad no se percibe como injusticia estructural, sino como fracaso personal. Y así, la esperanza de lo común se evapora. La soledad se naturaliza. La comunidad se fragmenta.

Discapacidad

La pregunta que persiste, entonces, es brutal en su sencillez: ¿cómo se defiende la dignidad cuando la política ha sido capturada por una lógica que no reconoce su valor? ¿Cómo se protege la vida vulnerable cuando se la mide con las métricas del mercado? ¿Qué respuesta puede ofrecer la democracia cuando se degrada a mera contabilidad de recursos, sin relato ni destino compartido?

En este contexto, la idea de “resistencia” corre el riesgo de volverse retórica si no se encarna en acciones concretas. Tal vez, en este tiempo, resistir no consista en grandes gestos heroicos, sino en los pequeños actos obstinados de quienes se niegan a claudicar. El investigador que sigue su proyecto sin fondos, el médico que no abandona la guardia pese al salario, el docente que enseña con frío y con hambre. Esos gestos mínimos contienen una ética. La del compromiso con lo que no se vende, con lo que no tiene precio.

Jorge Luis Borges escribió: “La patria son los actos de los hombres justos”. En una Argentina en retirada —desfondada material y simbólicamente—, esos actos son los últimos refugios de sentido. No prometen la victoria, pero resguardan la posibilidad de imaginarla.

La política, tal como hoy está configurada, no parece capaz de sacar a la sociedad de esta desesperanza. No porque la política no sirva, sino porque ha sido desnaturalizada. Ya no convoca, no representa, no ofrece futuro. Si algo puede devolvernos la dignidad, no será una fórmula mágica ni un plan económico, sino la lenta reconstrucción de un vínculo roto entre lo común y lo posible.

Milei fake

Quizás, entonces, la esperanza no provenga de la política, sino del pensamiento. De la palabra dicha con responsabilidad, de la conciencia de que, aunque todo invite al repliegue, aún hay zonas de humanidad que no han sido capturadas. En defenderlas, en habitarlas, acaso resida la única forma digna de seguir.

Una breve nota al pie

Cuando se extingue la esperanza, no queda el vacío: queda el hábito de no esperar nada.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)

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