Por más que lo repitan con el tono firme de quien ha leído apenas una consigna, la libertad no se decreta. La libertad se construye, se sufre y se conquista en comunidad. Por eso mismo, no puede brotar de la humillación de quien trabaja, ni de la denigración pública de quien cura. En estos días, donde el escarnio reemplaza al pensamiento, Lilia Lemoine ha vuelto a hacerlo: ha transformado el sufrimiento ajeno en espectáculo, acusando a los residentes del Garrahan —quienes apenas piden no vivir en la indigencia mientras salvan vidas— de no entender “la libertad de hacer otra cosa”.
Y así, como si se tratara de una solución elegante en un pedorro hilo de Twitter, los libertarios resuelven la crisis. Si no les gusta el sueldo, váyanse. Como si la vocación fuera intercambiable como una acción en la bolsa, como si el dolor pudiera tercerizarse y la ética profesional se cotizara por hora.
Pero lo que hay aquí no es solo ignorancia ni cinismo. Lo que hay es ideología, y no cualquier ideología, sino una de las más letales: la radicalización del mercado como principio organizador de lo humano. Lo advirtió Zygmunt Bauman al sostener que vivimos en una modernidad líquida, donde los vínculos, las verdades y los sueños se disuelven en el ácido de lo efímero, y donde toda construcción colectiva se ve reemplazada por la voracidad individual. Nada permanece, nada se cuida, todo se descarta. Hasta los médicos, hasta los niños, hasta el futuro.

Mis abuelos eran analfabetos. Mis padres terminaron la secundaria en la nocturna, después de jornadas enteras de trabajo. Yo crecí, estudié y me formé para poder llevar dignidad a mi familia. Esa palabra, “dignidad”, es una de las más desvalorizadas por estos tiempos de slogans gritados y corazones vaciados. Pero si hay algo que construye el sistema de educación pública en la Argentina —sobre todo el universitario— es autoestima. Y no hablo de autoestima como consuelo superficial, sino como consecuencia directa de tener las herramientas ontológicas de pensar y construir. De tener lenguaje, ideas, horizontes. Eso, indefectiblemente, te lleva a soñar un futuro mejor, te vuelve sujeto.
Por eso la lógica libertaria es tan peligrosa, porque es una máquina de triturar subjetividades. Nos quieren convencer de que todo lo que no es rentable debe ser descartado: que los médicos residentes deben renunciar si no les gusta su sueldo, que la Universidad es un gasto, que la justicia social es resentimiento, que el conocimiento es irrelevante si no se convierte en ganancia, que la libertad consiste en sobrevivir solos, aislados, sin comunidad ni Estado.
Pero esos discursos no brotan del llano, los vociferan quienes gozan de privilegios. Lemoine es diputada nacional y cobra una fortuna por decirnos que nos callemos. Como ella, tantos otros que forman parte de esta corte macabra que administra el país como si fuera una sociedad anónima: Luis Caputo y la hermana del Presidente, exponentes de una clase dirigente que no puede justificar ni un centavo de su riqueza fue generado, pero exige al pueblo que demuestre austeridad en sus economías en estos momentos de aguda crisis social.
La libertad que predican es una farsa. No es la libertad de Juan Bautista Alberdi, quien escribió que “el gobierno debe hacer para el pueblo lo que el pueblo no puede hacer por sí mismo”. No es la libertad que garantiza la posibilidad de vivir y crear. Es una trampa retórica para justificar la miseria organizada. La libertad que dignifica no es la que pisotea al otro para salvarse, sino la que se construye en comunidad, con responsabilidad social, con memoria, con igualdad de condiciones.

Jean-Paul Sartre advertía que el ser humano está condenado a ser libre, pero esa libertad, si no es acompañada por un proyecto colectivo, se vuelve angustia y alienación. Aristóteles, aquel pensador que supimos leer entre clases y sueños en la Universidad pública, decía que “el hombre es un ser social por naturaleza”. ¿Dónde quedó esa conciencia? ¿En qué rincón de esta sociedad líquida se ahogó el sentido de comunidad?
En este punto no puedo dejar de pensar en Guy Debord. En su trabajo La sociedad del espectáculo, parece que profetizó nuestro presente global con claridad brutal: “todo lo que alguna vez fue vivido directamente se ha convertido en una representación”. Y así estamos gobernados por influencers que confunden la política con la actuación, por economistas que hacen negocios con la miseria, y por moralistas de pacotilla que jamás han pisado un hospital público en su vida.
Hoy todo es efímero, pero no porque las ideas de igualdad, dignidad y justicia hayan perdido valor, sino porque el método de conducción social las ha convertido en simples consignas a desechar. Se destruyen ideas porque se necesita destruir toda posibilidad de soñar. Y una sociedad que no sueña es una sociedad que no lucha.

Nos están robando el lenguaje, y con él, la posibilidad de nombrar el porvenir. Porque cuando se vacía el idioma de sentido, cuando la solidaridad es tratada como un gasto, y el compromiso como una estupidez, se prepara el terreno para algo aún más grave: la destrucción de la quimera. Porque no basta con atacar derechos, también hace falta atacar los sueños. Esa es la operación más siniestra del neoliberalismo tardío: no solo recorta, privatiza y reprime. También silencia, vacía, y enseña a no esperar nada.
¿Qué es una quimera, entonces? ¿Qué es eso que ahora quieren robarnos? En su origen mitológico, era un monstruo fabuloso, mezcla de bestias, símbolo de lo imposible. Pero en el pensamiento poético y filosófico, la quimera devino en otra cosa: un horizonte de deseo. Una imagen utópica que proyecta el alma hacia aquello que aún no es, pero podría ser. La quimera es la utopía impura: no vive en los manifiestos, sino en la sangre. Es el eco de lo que anhelamos, el fuego débil pero constante que enciende los actos más nobles de la humanidad.
Ernst Bloch hablaba del “principio esperanza” como motor de la historia. La espera activa de un mundo mejor. Para él, la utopía no era evasión, sino un anticipo de verdad. Y en esa línea se inscriben nuestras quimeras, no como delirio, sino como estructuras afectivas y políticas del porvenir. Sin ellas, no hay transformación, solo queda la repetición. Y por eso mismo las quimeras pueden ser destruidas. No con misiles ni decretos, sino de una manera más sutil: erosionando el deseo colectivo, reemplazando el amor por eficiencia, la vocación por rentabilidad, el compromiso por transacción.
Se destruyen cuando ya no sabemos nombrar lo justo, cuando se instala la idea de que todo tiene precio y nada tiene valor, cuando se ridiculiza el anhelo, se asfixia la palabra, se convierte al otro en enemigo. El pensamiento libertario, en su matriz más profunda, no busca resolver desigualdades sino naturalizarlas. Opera como una máquina de demolición simbólica. Lo dijo Pierre Bourdieu: la economía neoliberal actúa como una teología. Y como toda teología impuesta por la fuerza, termina devorando las esperanzas de los pueblos.

Nos están robando la quimera, pero aún no han logrado matarnos la esperanza. Porque aunque quieran convencernos de que nada tiene sentido, seguimos creyendo que lo tiene. Aunque nos digan que no hay salida, seguimos inventando caminos. Aunque quieran obligarnos a la obediencia, seguimos pensando. Y aunque pretendan que nos resignemos, seguimos soñando. Porque todavía hay en esta tierra quien se levanta temprano para curar, para enseñar, para sembrar, para investigar, para escribir, para resistir. Esa obstinación del sueño es más fuerte que su cinismo.
Lo que ellos llaman gasto, nosotros lo llamamos patria, porque lo que ellos llaman quimera, nosotros lo llamamos futuro.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)