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Columnistas

Sin brújula, pero con remo

Al mirar una foto mía del anuario escolar de 1993, me pregunté si en la vida me decidí por lo que me interesaba, o por lo que importaba.
sin brujula pero con remo

En el anuario escolar de mil novecientos noventa y tres hay una foto mía en la que sonrío sin mirar a la cámara. Debajo de ella, como de la de todos y cada uno de mis compañeros y compañeras, hay un listado con tres preguntas formuladas por vaya uno a saber quién, y las respuestas. Qué querés ser, qué te gusta, a qué le tenés miedo. Miro el anuario con desconfianza, como si aquél muchachito de seis años no fuera yo, ni quien está al lado Karina, ni el de abajo Diego, o como si fueran personas que ya no existen, o que quizá jamás existieron. Mi foto y mis respuestas me enfrentan ante una nueva pregunta, me exigen discernimiento, y es si, al final, y en la vida, me decidí por lo que me interesaba, o por lo que importaba; lo cual es, también, una alegoría para descubrir quiénes somos. 

A nada, contesté ante la pregunta respecto de mis miedos. No le tengo miedo, a nada. Me es imposible no sentir una envidia monumental hacia ése que sonríe en la foto. Envidia total. Porque no es que yo crea que a los seis años no se le tiene miedo a nada, sé que no es así, sé que los niños y niñas temen: a la oscuridad, al ridículo. Lucía, dos casilleros a la derecha de mi foto, fue tajante: miedo a los leones. Jerónimo, a la comida picante. Y sé, con todo mi cuerpo, que si contesté A nada, fue porque efectivamente era de esa manera. Nada, contesté también, respecto de qué me gustaba. Me sonrío ahora, leyéndolo, creo que de la misma manera que me sonreí diciéndolo, hace treinta y dos años atrás: como si fuera algo normal, como si el hecho de que nada me gustara no fuera un problema, ni siquiera un conflicto; lo cual, evidentemente, era de esa manera, porque en la fotografía me sonrío como cuando se dicen las cosas cuando son verdad, ósea sin tapujos ni rodeos, ósea, sin que esa verdad opaque el presente, o el futuro, o el pasado. Y además, es probable que no me gustara nada, como también que no le temiera a nada, porque Astronauta fue lo que contesté ante la pregunta de qué quería ser cuando fuera grande. En ese entonces, según declaré, no le temía a las alturas, como ahora, ni le temía a nada más, y claramente quería irme lo más lejos posible del mundo, ósea al espacio exterior, posiblemente porque no había en él algo que me gustara lo suficiente como para no abandonarlo. Las respuestas llevan su lógica, es innegable, y tiene que haber sido la que primó por aquellos días, para bien o para mal; no lo recuerdo. Todo esto me hace abordar el asunto con cautela y seriedad; la misma, indudablemente, con la que contesté el cuestionario para el anuario. Y es que, a veces, uno debe romper su propia camisa, y después usarla como bandera. 

¿Lo que me interesaba o lo que importa? A la verdad hay que buscarla igual que quien persigue, a la inversa, los pasos que dió después de haber perdido algo; escudriñando, como un cazador, cada recoveco incomprensible de nuestro recorrido. Cada posibilidad. Eso hice. Comprometido a descubrir, no qué fue de la vida de aquel muchacho de la foto, sino qué hizo con la mía, hurgué tirando piedras a mi propia fachada, porque es la única manera de ahuyentar a los fantasmas que se instalaron ahí, y lo taparon todo. Y descubrí que, al final, la humanidad se divide entre quienes ignoran que no existe persona capaz de juzgarnos con mayor dureza que uno mismo, y quienes saben que, para ganar, es necesario salir derrotados. Es así: a veces somos bomberos inventando incendios. En palabras de Manuel Carrasco, el de la foto es un clavo que no se dejaba clavar, y que más temprano que tarde entendió que, para empezar a ver, es necesario cerrar los ojos con fuerza. Así: sin brújula, pero con remo, y hacia lo que importa

Si hoy tuviera que contestar esas mismas tres preguntas, las respuestas serían diametralmente opuestas, y con lógica. Porque ahora me gustan muchas cosas, aunque no demasiadas, y ellas hacen, justa y casualmente, que no me quiera ir del planeta tierra bajo ningún concepto, ni ahora ni en treinta años, ni cerca ni lejos. Qué quiero ser cuando sea (más) grande, bueno, lo mismo que ahora, supongo, pero mejor, o más. Miedos tengo, no tantos, quizá apenas uno. Contestaría que a la muerte, a la mía y a la de quienes quiero, porque treinta y dos años después primero me asusté, y después aprendí, que las demás cosas llevan solución, más o menos complejas, claro. Y entonces me sonrío de la misma manera que en la foto, y me siento en paz: por haber elegido lo importante, que es también la búsqueda de la verdad, y porque ese muchachito sigue más vivo que nunca, dentro de mí, buscando todavía, las preguntas correctas.

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