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Columnistas

Son las palabras las que generan silencios

Cada mañana sale de su casa de la misma manera: prepara su cartera, se pone los lentes de sol, se acomoda el flequillo, tantea el bolsillo trasero de su pantalón buscando algo y, cuando finalmente siente con sus dedos la medalla metálica de San Miguel, cruza la puerta pensando en él, en que la acompañe, en que la proteja. Más de una década con la misma rutina; sabiendo que si la medalla está ahí se siente mejor, o quizá eso sea poco decir, porque si la medalla no está, no sale. A veces piensa que es la fuente de su fortaleza, la vía sobre la que corre su coraje y su fuerza; quizá algún día comprenda que es exactamente al revés.

Aunque no vale la pena decírselo: no importa demasiado en dónde apoyemos nuestras rodillas, mientras que eso signifique que después volveremos a ponernos de pié. Al final, y como dice la canción, solo los fuertes sobreviven (sin importar las falsedades que se crean para esquivar la única verdad: no hay personas fuertes, sino tan solo, diferentes formas de lidiar con el dolor).

Hay una escena mental que vuelve, cada tanto, a recordarme el verdadero mecanismo de la vida. La secuencia es la siguiente: un padre encuentra a su hijo a punto de llevar a cabo una maniobra peligrosa (podría ser, por caso, meter los dedos en el enchufe; si no fuera porque eso es literalmente imposible, porque por más pequeños que sean esas manos escurridizas y curiosas, jamás un dedo puede entrar en una de esas diminutas hendijas) e instintivamente, y sin pensarlo dos veces, el padre, o podría ser la madre, le gritan que no, que saque la mano de ahí; lo retan sin más, a modo ejemplar, con la poco clara, aunque firme intención, de que esos gritos resuenen en sus oídos, los de sus hijos, cada vez que intenten acercarse otra vez al abismo que todo peligro supone.

El muchachito, o la muchachita, como no puede ser de otra manera, asustado o asustada, rompe en llanto. Irremediablemente. Pero no pasan más de cinco o seis segundos desde el inicio del llanto desconsolado que lo inunda todo, hasta que la pequeña criatura corre buscando los brazos de su progenitor o progenitora. Se cobija en el abrazo, mientras las lágrimas aún caen, mientras la respiración entrecortada se acomoda lentamente. La ironía de la escena es tal, y a la vez la coherencia tan superlativa, que no puede sino ser el resumen más preciso y precioso de lo que, uno podría suponer, es la vida. Allí donde uno encuentra paz, a menudo y casi siempre, quizá como condición, encuentra también conflicto.

Pero el conflicto en sí no se genera en la alevosa contradicción de refugiarse en el mismo lugar que nos castiga, sino, más aún, en la inversa de la ecuación: el castigo a menudo esconde, con más o menos esmero, una intención superlativa. Al contrario que en el caso de los miedos, que con frecuencia y torpeza se pasan a través de los años entre familiares, como si fueran cofres vacíos y pesados, el reto y el cobijo surgen del mismo desinteresado lugar: el amor.

Pero ¿qué hacer después con todo eso, o mejor, cómo borrar los gritos para descubrir, igual que el conejo que surge de la caja, que detrás de ellos se esconde aquella magia que cura e ilusiona? ¿Puede un grito de castigo esconder verdaderamente algo tan bello? Puede que sí, puede que no. Quizá la vida se trate de ese único descubrimiento, de despejar esa equis mientras esperamos sentados leyendo el diario o mirando el celular en cualquier sala de espera. Quizá sea la piedra fundacional de todo, del todo, de la misma manera que hace falta la noche para ver las estrellas, o que son las palabras las que generan silencios (en los que solemos perdernos).

Una señora me dijo: No te castigues, si no estás dispuesto a perdonarte después. ¿Me lo dijo o lo soñé? Después del cobijo viene el perdón, y después, si la cosa marcha mas o menos bien, al igual que sobrepasada la tormenta viene o debería venir la calma, irremediablemente viene la vida que, sin dolor, es igual que la medalla ausente y esquiva, que enfrentar las veredas y los trajines sin ese sostén al que basta con sentirlo para que podamos salir a la calle a llenarnos de ese circunloquio, de esa absurda y necesaria, a veces cruel y circunscripta, valentía.

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