No hace falta ser un asiduo lector de novelas para saber que toda mentira también dice una verdad, o para deducir que la incertidumbre es también, y a la vez, una certeza, o para concluir que no es la muerte, sino la inexactitud de ella, lo que nos resulta intolerable. Ni hace falta ser un asiduo lector de novelas policiales para saber que un hombre (o una mujer) inocente casi nunca tiene coartadas porque ni siquiera imagina que algún día podría necesitarlas. Y es que, al final, encontrar culpables es fácil: lo difícil, lo terriblemente complejo, tanto como encender una fogata en medio de un vendaval, es aceptar que no los hay. Y eso, bueno, no se aprende en novelas ni nada parecido: se aprende frente al espejo.
En eso pensaba aquella mañana mutilada, hundido en la tristeza que me había regalado la novela que acababa de terminar de leer y que me había hecho dudar de absolutamente todo, al mismo tiempo, y después, sumido en ese embrollo corriente, me extravié del mundo por un puñado de días signados por el silencio y la intransigencia. Es así: a veces necesito aislarme para descubrir, otra vez, que mi deseo genuino es volver y que en la vida, si uno se cubre demasiado las espaldas, generalmente logra esquivar el dolor, pero también, la alegría. Terco, a menudo intento engañarme y al final, y como escribió Juan Ramón Jimenez, lo comprendo: en la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva (y nadie puede pasar demasiado tiempo ahí y pretender volver siendo alguien mejor). Pero no vengo a hablar de esa novela sino de otra, una mucho más cruda que aquella mañana volvió a mi mente casi como un arquetipo de Jimenez: la encontré en la soledad donde la había dejado. La leí demasiadas veces, hace ya demasiados años, y de ella sólo me quedó el recuerdo que es, también y casi siempre, lo mayor a lo que podemos aspirar (en todos los aspectos de la vida: no hay nada más triste que aquellos que por la mañana tienen muchas cosas por hacer, y en las noches, nada que recordar).
María Iribarne Hunter es un personaje creado por Ernesto Sábato, de su célebre novela El túnel, en la cual el artista Juan Pablo Castel narra, en primera persona, el asesinato de su amante, de ella, de María. Obsesionado con su amor, con la forma en la que lo comprendía (la única en el mundo que podía hacerlo), y ante la evidencia de no poder poseerla, de hacerla suya y únicamente de él, y cegado por los celos, la mata. Puede parecer demasiado trágico pero Juan Pablo Castel comete el mismo pecado que cualquier otro mortal comete un martes o miércoles por la mañana: hacer de éste mundo horrible, un lugar aún peor. Y aunque hay esperanza, el arte y la música por ejemplo, lo cierto es que no hace falta ser un ferviente lector de novelas para saber que, generalmente, las verdades son más espantosas que las mentiras. O, como dice Javier Cercas, que la realidad mata, mientras que la ficción salva. La contradicción es tan bella como el embrollo, y después, embebidos con una justa mezcla de ambas, tan solo nos queda reconciliarnos con la vida, ósea traicionarnos; porque no hace falta ser un entusiasta lector de novelas para descifrar que la condena es clara e irrevocable, y que tan solo nos queda dar manotazos de ahogado, o aspirar a una vida peligrosa; igual que sonreír mientras caminamos al patíbulo con el clavo ardiendo, ya descolgado, entre las manos.

Y es que sí hace falta ser un asiduo lector de novelas para saber que podés controlar a casi cualquiera, si sos capaz de mantenerlo asustado, o que disparando al caballo no se matan las moscas que lo rodean, o que en general, la verdad, tiene dos caras. Y que, al revés que con María Iribarne Hunter, no hace falta entenderlo todo para alcanzar absolutamente nada, sino todo lo contrario: a menudo es en la alegoría de cerrar los ojos donde alcanzamos el abismo en que nos sentaremos a jugar con el azar entre nuestros dedos. Y es que: creer en milagros, es también, creer en uno mismo (aunque nadie nos comprenda).