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Columnistas

Las infancias en el cine argentino actual: de la soledad a la acción conjunta

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Por AAIHMEG |María José Punte (UCA, UNTREF - AAIHMEG)

La infancia funciona como una reserva de la que echamos mano para pensar nuestra identidad tanto individual como colectiva. Ese carácter de espacio cerrado y libre de contaminaciones responde en cierto modo al hecho de ser un momento de la vida que ya pasó y al que le adjudicamos una fecha de finalización. Pero, ¿es así? ¿qué más nos revelan las infancias? ¿Qué infancias muestra el cine argentino hoy? El cine, más allá de continuar con una primordial forma de lo narrativo (de la oralidad que responde al deseo de que nos cuenten historias que reflejen nuestras experiencias vitales), es un lugar que habilita la discusión de ideas en cada momento histórico, de aquello que nos moviliza como sociedad y que produce numerosos diálogos, no siempre armónicos, pero sí indispensables. No es casualidad la manera en que se lo está atacando hoy en la Argentina: el cine es un espacio de disputas culturales.

¿Qué lugar les damos a las infancias en esta forma tan poderosa de construcción y de transmisión de imágenes que es el cine? Estas preguntas no pueden ser indiferentes a los modos en que los feminismos piensan y debaten sobre nuestro entramado comunitario. La niñez da cuerpo a un campo particularmente afectado por la repartición de roles. También por las alteraciones que se producen como consecuencia de los cambios que traen cada avance o cada retroceso en materia de derechos, como demuestra ahora la discusión en torno de la ESI o la censura a textos literarios usando a niños y adolescentes como excusa. Ahora bien, parecería ser que las infancias ofrecen, a ciertos imaginarios muy arraigados, un lugar de resguardo ante los vaivenes que alteran la vida adulta. Se busca en ellas eso de “paraíso perdido”, de espacio feliz que protege, que sirve como cajón de los recuerdos al cual recurrir en tiempos de zozobra.

Una de las formas de representación algo establecidas es aquella que opone el mundo infante al adulto como si fueran dos universos que se excluyen mutuamente, que no logran ni comprenderse, ni complementarse. Algo de eso había en una película clásica, Crónica de un niño solo (1965) de Leonardo Favio. Pasaron varias décadas desde entonces, y eso se percibe en el modo en que el cine actual encara una temática semejante: la de un “niño de la calle” y sus conflictos con el sistema institucional. Un ejemplo de ello es Rinoceronte (2023, Arturo Castro Godoy) centrada en la historia de Damián, un chico de once años de la ciudad de Santa Fe, al que el sistema social decide llevar a un hogar que alberga a menores en estado de desatención, víctimas de abandono y de violencia intrafamiliar. Al tiempo que dialoga con la película de Favio, ofrece una versión contemporánea del tema. Así y todo, el niño sigue siendo contemplado como una subjetividad ajena, ensimismada, a la que los adultos no acceden por completo y que, por lo tanto, les produce temor o rechazo. Esto se repite en otras películas que cuentan historias muy diferentes entre sí, como Distancia de rescate (2021, Claudia Llosa), o La rabia (2008, Albertina Carri), pero que tienen en común personajes infantes que parecen dar cuerpo a algo siniestro y amenazante, en las que niños y niñas son pensados como elementos que desestabilizan a los adultos.

Bastante perturbador resulta el efecto de presentar a las infancias en grupo, formando alianzas que a veces pueden ser defensivas y otras estar vinculadas con la necesidad de supervivencia. Lo primero se pone en escena en la película Una semana solos (2007, Celina Murga), en donde se narran los días en que varios chicos y chicas de entre siete y catorce años, emparentados entre sí, quedan al cuidado de la empleada doméstica en una casa dentro de un country, mientras los padres se van de vacaciones al exterior. Este espacio de protección, que los mantiene encerrados dentro de límites estrictos, se devela como un ámbito propicio para el desborde vandálico de estos chicos que pone al descubierto muchas de las hipocresías adultas disfrazadas de discursos de cuidado. Otra de las posibilidades que se despliega cuando niños y niñas quedan solos aparece poéticamente trabajada en la película Vendrán lluvias suaves (2018, Iván Fund). En este relato más ligado al género de la ciencia ficción, los infantes de un pueblo rural se despiertan un día para encontrarse con que todos los adultos duermen y que deberán ingeniárselas para sobrevivir sin su asistencia. A pesar de cierto aire apocalíptico, somos testigos de las estrategias de solidaridad puestas en ejercicio por los menores, además de una seriedad y tranquilidad que nos cuesta reconocerles en el día a día. Son dos maneras muy distintas de mostrar lo que sucede cuando quedan solos, las dos tan verosímiles como reveladoras.

En los últimos años se abrió un capítulo nutrido que tiene como figura central a las niñas. Resulta un fenómeno llamativo por la naturalidad con la que asumen un franco protagonismo, ya no como “compañeritas de”. Las niñas en las pantallas son legión y despliegan problemáticas muy diferentes: desde la apática protagonista de Juana a los 12 (2013, Martín Shanly), una especie de “rebelde sin causa” en un colegio privado de Buenos Aires, hasta la obstinación de Mora, en Zahorí (2021, Marí Alessandrini), la chica de trece años que vive en la Patagonia y quiere ser gaucho. Algunas de ellas son adorables, como por ejemplo el personaje de Armonía en Yo niña (2018, Natural Aparjou) o el de Josefina en El último verano de la boyita (2009 , Julia Solomonoff). Otras resultan más hoscas o inquietantes, como las adolescentes de La ciénaga (2001) y La niña santa (2004), las dos de la directora salteña Lucrecia Martel. De manera más o menos consciente, estas chicas se abren paso hacia formas de subjetivación que no son ajenas a las luchas que dan las pibas en las calles. Esto aparece de manera explícita en Camila saldrá esta noche (2021), una película de ficción dirigida por la cordobesa Inés María Barrionuevo. Pero también en el documental Caperucita Roja (2019) de Tatiana Mazú González, en la que este personaje del cuento tradicional reúne en torno suyo a tres generaciones de mujeres. Los dos largometrajes concluyen con consignas feministas gritadas a viva voz por estas jóvenes que saben de la visibilidad que nace del estar juntas.

En este breve recorrido espero haber puesto en evidencia la riqueza y profundidad con la que el cine argentino aborda la temática de la infancia desde ángulos diversos y estéticas variadas. Este cine cuenta nuestras historias, las que nos pasan, en nuestro idioma. Al hacerlo, nos construye como una comunidad que es capaz de pensarse y de expresarse desde sus problemáticas, sus territorios y sus proyectos. A su vez, así es como nos coloca en un escenario transnacional y permite que hagamos nuestro aporte a la historia de una cinematografía mundial. Esa posibilidad está hoy en peligro ante el desmantelamiento en curso de una institución como el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), que no sólo se dedica a promocionar y producir cine hecho en Argentina, sino que nos lo hace accesible mediante las salas que rehabilitó en todo el país y de plataformas como la de Cine.ar (http://cine.ar/). Todos estos recursos que fueron financiados mediante la venta de entradas de cine y de la recaudación proveniente de lo que esta industria produce (comercialización de videogramas, gravamen a la facturación de canales de televisión y servicios de cable, cobro de derechos de autor, etc.), son reinvertidos de manera virtuosa para hacer esas películas de las cuales tanto nos enorgullecemos cuando ganan premios aquí y allá. Este cine, el nuestro, también es una camiseta que deberíamos ponernos.

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