El eje central de sus pensamientos se mece cortando clavos, en subida y en bajada, sin que
pueda llegar a discernir cuándo el viento le golpea la cara, y cuando, la espalda. Es parecido a los caprichos: trazar la línea de llegada, casi siempre, depende de cuán grande sea la espiral que los empuja. Y después: la pena ni siquiera da pena; da asco, repulsión, igual que sangre brotando por el hueco de un flechazo, que al final se transforma en puñalada. El mundo está repleto de fantasmas, y de una tristeza atrincherada y francotiradora que espera sin ansias el momento del asalto.
La oscuridad se esconde en la claridad, tiene que extraerla de los pequeños e intrascendentes hechos cotidianos, igual que un malentendido. Ahí, en la forma en la que se acomoda el pelo, en la forma en la que reza en la mañana, antes de abrir los ojos, o ahí, cuando piensa que al final, por más alto que esté el puente, el rio siempre estará en el mismo lugar. Su plan no es matar la tristeza, sino amasarla, hacerla endeble y maleable, igual que un recuerdo difuso pero recurrente que ya no logra abatirlo, aunque sí desnudarlo. Intenta no caer en la torpeza de quien pretende hacer desaparecer un ruido, tapándose los oídos. Y después se pregunta cuánto de todo eso ya ha sido olvidado, y cuánto va a recordar en el futuro; al final, la fatiga o la urgencia o un puñado de pastillas apagan todo eso y ya no se pregunta nada.
Su mente construye castillos que se derrumban un instante más tarde, y después pierde hasta las ganas de cantar. Y es de noche, y hace calor, y toda la tristeza del mundo, acumulada en un minúsculo neurotransmisor no le basta para cambiar absolutamente nada. Más tarde, no demasiado, pierde la fé, o la esperanza, o los pensamientos positivos, pero lo que nunca desaparece es la culpa, el peso pesado de ella, la forma en la que lo hace un ovillo, las medallas de fracasos que le cuelgan del cuello, la pordiosera pinta con mirada perdida de quienes fallaron, convencidos hasta la médula del acierto. Es mentira que sin esfuerzo casi nada vale la pena en esta vida; ese es, tan solo, el argumento consuelo de quienes prefieren el naufragio, a creer en milagros.
Necesita olvidar los mapas, correr los ejes de sus pensamientos, inventar nuevas formas de caminar la oscuridad, de acarrear las cruces, de cruzar las tempestades; pero sin olvidarse del tesoro. Y que al final lo que se inventa termina siendo más real que lo que le pasa; la verdad siempre es algo resbaladizo que depende de cada uno. Eso lo sabe. Y también, que quien discute con uno mismo es, al final, un loco o un poeta, como si acaso existiera alguna diferencia. Quizá, piensa, la única diferencia radica en hacer, de eso, un escondite o una puerta de salida. Se sonríe. Para qué sirve el arte, ése arte, se pregunta: fácil, para que podamos distinguir la mentira, de la verdad.
Esperanza es una palabra inocua, ni siquiera un concepto, que sólo se torna posible cuando uno está en el fondo del pozo, y él sabe, no tiene pruebas pero tampoco dudas, que nadie debería confiar demasiado en los amigos del campeón, o del desertor, en este caso, que al final son la misma cosa, vista desde distintas perspectivas. El eje central de sus pensamientos desaparece: ese es el primer paso. Olvidarse de lo que se sabe, dejar de buscar ahí las respuestas, entender que nunca se trata de lamerse las heridas sino de hacer, de tripas, corazón.
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