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Columnistas

Baldear el corazón

Columna de Alejo Álvarez Tolosa - Baldear el corazón

Cada uno habla desde su lugar, invirtiendo el lugar (Osvaldo Lamborghini); destrozándolo a la vez que lo llena de ruido, corrompiendo el silencio ahuecado, y desplazándose, después, entre los escombros, igual que un barco sortea pedazos de hielo en altamar. Y no hay mucho más; quizá, tan solo, miles de maneras de repetir el ejercicio, de despejar las equis, de seguir invirtiendo, mutando, metamorfoseando. No es desalentador, todo lo contrario, igual que cuando la infancia regresa a buscarnos, si acaso tuvo la cobardía de huír, y uno de despedirla, y trae dibujada en los labios, esa sonrisa salvaje y hermosa.

En el aire no flota nada. No hay cambios brutales, ni noticias asesinas, ni todo lo contrario. Al final, todo parece resumirse al inescrupuloso acto de buscar la orilla, o el horizonte, mirándonos los zapatos. A veces pasa eso: un ser humano se despierta, se lava los dientes, desayuna, trabaja, mira televisión, cocina, mira más televisión, se acuesta, se duerme. Y todo eso sin preguntarse qué diferencia a un lunes de un viernes. Y todo eso sin desear que sea viernes. Y todo eso sin saber qué pasará mañana, deseando también, que mañana no pase nada. Pero a veces pasa. Y no es lo que esperábamos. Ni cerca. Algo parecido a confundir las palabras en un diálogo intrascendente, para descubrir más tarde, que no importó demasiado el error, que no cambió nada, pero que en nuestra memoria permanecerá como una astilla en la rodilla, hasta que el tiempo, o un suceso más dramático, se superponga. Yo nunca supe fácticamente si un clavo saca a otro; lo que sí supe, y sé, es que la maravilla, y la condena, de los pensamientos, es esa: aglutinarse sin límites, aunque apiñados, haciéndose amigos, tomándose de la mano como pequeños amiguitos salvajes y sonrientes que forman una ronda y giran sin cesar hasta marearnos. Pueden ser dos o veinte, o doscientos, o mil. Pero hay buenas noticias.

Porque cada uno habla desde su lugar, invirtiendo el lugar. Y también, porque matemáticamente los pensamientos tomados de la mano tienen un límite, no solo espacial y cuantitativo, sino también, cualitativo. A medida que los pensamientos se amontonan, y forman montañas erguidas y pesadas, inexorablemente suceden dos cosas: algunos de ellos se afinan y se hacen minúsculos, por el propio peso de los nuevos, que avanzan hacia el norte sin freno, y también, otros se amalgaman como gotas de lluvia en una ventana; mutan y cambian de forma, aunque sin perder su esencia. Al final, no importa qué dictan, sino a dónde nos han llevado. Cuán alto, cuán abajo. O también, desenfrenados, no encontramos dónde hacer pié ni dónde apoyar la brújula. Invertimos el lugar. Sin darnos cuenta. Sin pretenderlo siquiera.

Y entonces, el super terror de quien amanece desconcertado, intentando dilucidar qué parte de la pesadilla corresponde a la realidad, y cuál, a la fantasía. Y es difícil, porque la esperanza aparece una vez que caímos al pozo, no antes, y porque los pensamientos son verdad y son mentira, y en ellos todo está lejos y dentro de sí mismo. No hay solución. No tiene caso. Quizá, al final, solo se trate de jugar con ellos, de invertir el lugar otra vez, nuevamente, y otra más, sin descanso ni respiro, hasta que final, y fatalmente, encontremos entre las cenizas de los hechos, uno que nos de espacio para respirar. Y nada más. Igual que quien baldea su propio corazón, y de a ratos alza la cabeza, y respira, y vuelve a tirar agua, una vez más, y otra más, hasta que sus pies húmedos y congelados no sientan el suelo férvido sobre el que los mortales, de a ratos, y a duras penas, sobrevivimos.

Foto: @phticocid

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