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Columnistas

No hay redención en soledad

La libertad neoliberal, que se presenta como liberación de las coacciones externas, se transforma en un mecanismo de coacción más eficiente.
El eternauta
Por Alejo Ríos |Fundador de "La Runfla Radical"

En un tiempo como el nuestro, donde la fragmentación se ha vuelto paisaje, donde todo vínculo parece sospechoso y cada gesto colectivo se disuelve entre algoritmos y pulsiones individuales, El Eternauta vuelve a decirnos algo esencial. Juan Salvo, el protagonista que sobrevive gracias al abrigo de la comunidad, no es un héroe en el sentido clásico. Es un hombre común, uno como cualquiera, que resiste no por fuerza ni estrategia sino por solidaridad. Y ahí está el núcleo que convierte la obra de Héctor Germán Oesterheld en una pieza política viva, incluso hoy, más de seis décadas después de su publicación original.

Recuerdo bien la primera vez que lo leí. Fue en la biblioteca de mi colegio secundario. La dirección había organizado una pequeña muestra con historietas argentinas, probablemente sin demasiadas pretensiones, pero con la voluntad silenciosa de sembrar algo. Sobre una mesa de madera algo descascarada, entre revistas y fanzines, vi una tapa que me atrapó de inmediato: un hombre con un traje extraño, una mirada entre el espanto y la determinación, y un título que parecía hablarme en clave: El Eternauta. No sabía qué era, pero lo pedí a préstamo sin dudar. Esa noche lo leí de un tirón, en casa de mis viejos, bajo la luz amarilla de un velador que ya no tienen. Me conmovió profundamente. No sólo por la historia —tan distinta a todo lo que había leído hasta entonces— sino por la sensación de que algo verdadero se me revelaba en esas viñetas: una forma de mirar el mundo, de entender el peligro y también la esperanza.

Porque la verdadera catástrofe que narra El Eternauta no es la nevada mortal que cae sobre Buenos Aires, es la lenta erosión de la cofradía. La amenaza no viene sólo de los invasores invisibles, sino del miedo que atomiza, del egoísmo que corroe, de la desconfianza que vuelve a cada uno una isla. Y eso, que en la ficción se muestra como amenaza de extinción física, en nuestra realidad contemporánea es una extinción espiritual y cívica.

el eternauta
Juan Salvo como El Eternauta.

Oesterheld, que pagó con su vida y la de sus hijas el precio de creer en una política profundamente humana, supo leer —antes que muchos— que la distopía no vendría de la técnica, sino de la desconexión moral. El mundo que dibujó junto a Solano López no era el de una guerra contra extraterrestres, sino el de una batalla por la conciencia y el sentido común. Y ese sentido común era, ni más ni menos, la solidaridad.

Una de las grandes frases que late en la obra, sin ser dicha explícitamente, es que nadie se salva solo. Esa consigna, que hoy suena tantas veces hueca o decorativa, en El Eternauta es una ley. Los que se aíslan, mueren. Los que desconfían, traicionan o se desesperan, caen primero. Juan Salvo se salva mientras está rodeado: de su familia, de sus vecinos, de la célula improvisada que se arma en una Buenos Aires sitiada. Pero a medida que esa red se rompe, también él empieza a perderse, a convertirse en una figura errante, sin tiempo ni espacio: un eternauta. Un hombre solo en un universo frío.

¿No es esa la imagen que nos devuelve hoy el espejo de la vida social? ¿No estamos, acaso, viviendo en una era de eternautas dispersos, cada uno vagando por su propia cápsula de sentido, su propio algoritmo, su propio dolor?

El Eternauta
La versión de El Eternauta, protagonizada por Ricardo Darín.

El Eternauta incomoda porque no glorifica al individuo ni a la hazaña solitaria. Todo lo contrario, revaloriza la acción en conjunto, el gesto anónimo de abrir una puerta, compartir una máscara, cubrir con una lona al herido. En tiempos donde la cultura nos empuja a creer que el éxito es siempre personal y la supervivencia, una carrera individual, Oesterheld nos devuelve la memoria del nosotros. Y lo hace con una potencia que desarma: nos recuerda que la humanidad solo se sostiene como tal si no abandona a los suyos.

Hoy, ese mensaje penetra en la neurosis colectiva que habitamos. La ansiedad que nos gobierna, la falta de sentido que nos impide formar comunidad, la orfandad de civismo que nos vuelve incapaces de organizar la esperanza. Nos comportamos como si la catástrofe ya hubiese llegado, pero no en forma de nieve luminosa, sino de eslóganes sin contenido, de ideas rotas que se venden como trending topics y se olvidan al tercer scroll.

Vivimos en una época donde no hay ideas. No porque no se produzcan, sino porque las lógicas de su circulación las vacían. Todo es consigna, todo es instante. Ya no sabemos quién nos habla, ni a quién hablamos, ni por qué lo hacemos. Hemos convertido la palabra en una mercancía de baja rotación emocional. ¿Cómo sostener entonces la idea de lo común?

Frente a esa descomposición simbólica, El Eternauta resite al paso del tiempo con una ética radical: la del otro. Una ética donde el valor no está en la excepcionalidad del sujeto, sino en su capacidad de sostener a los demás. Esa ética, que podríamos llamar también política, es la que necesitamos hoy más que nunca. Porque lo que se disuelve cuando se pierde la cofradía no es sólo el lazo: es la posibilidad misma de una historia común.

oesterheld
Héctor Oesterheld, guionista creador de El Eternauta.

Byung-Chul Han escribió en La sociedad del cansancio: “La libertad neoliberal, que se presenta como liberación de las coacciones externas, se transforma en un mecanismo de coacción más eficiente. Se explota a sí mismo aquel que se cree libre.”

Y más adelante, advierte: “Sin una comunidad estable de sentido, sin el otro, el yo queda atrapado en sí mismo, en una autorreferencialidad estéril y ansiosa.” Esa es, precisamente, la tragedia de nuestro tiempo: el aislamiento disfrazado de libertad. El yo como prisión. Oesterheld no escribió sólo una historieta. Escribió una advertencia. Y un deseo: que cuando la nieve caiga, no estemos solos.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)

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