Mi respeto no es solo hacia ella, sino hacia quienes la siguen. Hacia sus militantes, sus organizaciones, sus simpatizantes, su fidelidad inclaudicable. Mi envidia, sana pero envidia al fin, va para quienes no sienten hoy esa orfandad política que muchos otros sí sufrimos.
Nos están robando el lenguaje, y con él, la posibilidad de nombrar el porvenir. Porque cuando se vacía el idioma de sentido, cuando la solidaridad es tratada como un gasto, y el compromiso como una estupidez.
Quizás, entonces, la esperanza no provenga de la política, sino del pensamiento. De la palabra dicha con responsabilidad, de la conciencia de que, aunque todo invite al repliegue, aún hay zonas de humanidad que no han sido capturadas.
En este decimonónico aniversario de la Convención Nacional de Gualeguaychú, no hay celebración posible. Apenas un velorio sin deudos, porque el radicalismo no solo ha muerto, sino que ha sido profanado.