En este decimonónico aniversario de la Convención Nacional de Gualeguaychú, no hay celebración posible. Apenas un velorio sin deudos, porque el radicalismo no solo ha muerto, sino que ha sido profanado.
Argentina es la evidencia de que el modelo occidental de democracia liberal está en crisis. El voto se vuelve así una coartada para legitimar lo ilegítimo.
Desde mi perturbada y equívoca percepción, siento que el horror es una grieta en la realidad, una fisura por donde se filtran nuestros peores temores, lo inexplicable, lo incontrolable.
“La violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva.” Karl Marx lo escribió en El Capital para describir un proceso histórico inevitable.
El radicalismo, nacido en la lucha contra el fraude y por la ampliación de derechos políticos y sociales, ha sido mucho más que un partido: fue una identidad, una causa, un fuego sagrado.
Sería un error asumir que Uruguay avanza con inercia en la senda del progreso sin preocupaciones significativas. Por el contrario, existen amenazas serias que generan incertidumbre sobre su futuro.
El radicalismo podría reinventarse, pero primero tendría que recordar quién fue. Y para eso, tendría que animarse a hacer lo que mejor supo hacer en sus días de gloria: política.