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Columnistas

Pan de ayer

Por Alejo Álvarez Tolosa |Foto: @phticocid

A veces le pasa eso: se pierde en sus pensamientos, y después no sabe cómo volver. Me pide ayuda mientras le tiembla la boca, y después baja la mirada, no por vergüenza, sino, por miedo. Porque se aísla, se pierde, prefiere no mirar, sino tan solo extender la mano, y que yo lo sustraiga de ahí, igual que si estuviera hundido y sin brazos, ni pies. Una vez me dijo que sentía muchas emociones, todas al mismo tiempo, pero que esa emoción (agrego yo: superlativa) no tenía un nombre, y que entonces no sabía cómo explicarla. Otra vez me dijo que sentía que los miedos iban hacia él como si fueran olas que lo golpeaban. Y que ahora, me dijo en ese momento, venían muchas, una tras otra, sin parar. Y que le faltaba el aire. O que le entraba poco, dijo, como si tuviera una piedra atragantada, arriesgó. Intentó respirar hondo, como le enseñé; el viejo truco de respirar en cuatro tiempos: inhalar, sostener, exhalar, quedar vacíos.

Lo logró. Engañó a su cerebro con facilidad, aunque por poco tiempo. Porque después torció la boca, sus ojos se movieron sin mirar, y se perdió otra vez. Es fácil encontrarlo; casi todos vamos al mismo lugar cuando escapamos de nosotros mismos. Es así: algunos se van demasiado lejos, hasta que los perdemos de vista y ellos dejan de vernos, y otros, como él, como yo, se encierran cada vez más, envueltos en ellos mismos, intentando que nada más los alcance, pero sin alejarse físicamente. Solo lo suficiente. Igual que niños que se meten al mar y nunca pierden de vista al guardavidas de malla roja.

Hay algo más: después de contener la respiración, el acto siguiente es el de vaciar los pulmones, desahogándonos, al revés de lo que cualquiera podría suponer; en la vida a veces es así: necesitamos perder todo, incluso lo más vital, para después poder volver a llenarnos. Y de eso, ni a él, ni a nadie, se los puede proteger o preservar.

Se llama Benito, su documento acusa ocho años, y él no lo sabe, pero cuando dice lo que siente parece más grande, gigante, aunque él se sienta minúsculo. Quizá eso sea siempre así: la verdad nos miente, distorsiona, y sólo somos capaces de acercarnos a la realidad, cuando nos vemos en el reflejo del otro, como en un espejo. O mejor, en el dolor del otro, como en un consuelo.

Hace poco publiqué mi primera novela y quise donar un ejemplar al colegio de mi infancia y adolescencia, que posee una maravillosa biblioteca con estanterías de madera, antiquísimas, y bustos y mesas en las que sentarse a leer y a escribir. Lo primero que pensé fue que de esa biblioteca había sacado demasiado, y que quizá era un buen momento para empezar a compensar, y después sentí vergüenza, sabiendo qué libros habitaban ahí, y sobretodo, qué autores importantes la habían visitado. Dudaba sobre ir o no, e incluso aplacé intencionalmente la cita una semana. Al final fuí. A veces no es el miedo lo que nos detiene, sino el terror de descubrir que el miedo en verdad no existe, y que somos capaces. De todo.

Al final fue fácil: siempre hay que volver al lugar que nos vió crecer, cuando finalmente logramos abandonarlo. Después de todo, sin ese colegio, sin esas docentes, sin esos libros, y sin esa biblioteca, no digo ladrón de bancos, pero bien diferente hubiera sido mi destino. Ahí aprendi a escribir y a borrar, a leer y a aborrecer. A soñar. Una vez ahí, después de tantos años de no haber ido, me sentí a salvo y pensé tres cosas: en primer lugar, que lo estaba disfrutando, en segundo lugar, que a veces necesitamos rodearnos de quienes logran vernos como nosotros aún no, y en tercer lugar, y sin ánimos de comparación ni contexto ejemplificador de absolutamente nada, que el mismísimo Jorge Luis Borges había visitado aquella biblioteca tan solo dos meses antes de morirse. Eso pensé.

Y después, de salida, recordé. Borges confesó en varias ocasiones temerle a los espejos y, al mismo tiempo, sentir una admiración superlativa hacia ellos, tanta y tan grande, que en ellos ancló buena parte de su creación. Algo así: los espejos trascienden el tiempo y el espacio, e indefectiblemente lo deforman, así como el lado derecho de la cara se convierte en el izquierdo, en el espejo. Un espejo es un lugar en donde todo se deforma para transformarse en otra cosa. Ni mejor ni peor, aunque sí verdadera, dejando a lo original relegado como pan de ayer, como primicias antiguas. O, según Borges, y sencillamente, un espejo es la verdadera representación de la realidad; la otra cara del todo. Pero hay que mirar en él, indefectiblemente, de la misma manera que es necesario reconocer que tenemos miedo para, como Benito, convertirlo en cenizas.

En el mismo sentido, he visto todo tipo de locuras amparadas en la auto preservación. Pero siempre me pareció algo extremadamente sobrevalorado, quizá hasta que yo mismo necesité salvaguardarme o, lo mismo, salvaguardar a alguien que amo. Como si fuera él, mi propio espejo. Borges tenía razón, como siempre, aunque para saber eso es necesario e imperioso leer a Borges, no a sus reseñas.

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