El viernes pasado, mientras dialogaba para La Runfla con un brillante colega, recordé una anécdota que suele contar Eduardo Duhalde en sus entrevistas. Allá por 2002, cuando el país estaba hundido en el caos provocado por el desgaste del modelo económico de la convertibilidad, Fidel Castro se comunicó telefónicamente con el caudillo de la Provincia de Buenos Aires de ese tiempo e intercambió unas palabras. Concretamente, el líder cubano fue claro sobre lo que pensaba: “Solo un loco puede gobernar la Argentina”.
El tiempo pasó y nos encontramos no con “un loco” conduciendo los destinos del país, sino con una persona que, dentro de su concepción de la vida y de la política, está enemistada con la realidad. No la tolera y, por ende, nos obliga a lidiar con la construcción de su relato corporativista.
Es casi imposible plantear una conceptualización distinta. El inquilino de Olivos es un líder autocrático y deshonesto que distorsiona la realidad para mantener su dominio, aprovechándose del miedo y la desinformación. Este individuo desvirtúa las instituciones, silencia las disidencias y perpetúa su poder mediante la coerción dialéctica. Su desequilibrio emocional, combinado con un entorno de impunidad, está creando en nuestro país un clima de terror y control, erosionando la confianza y debilitando la democracia.

Me encantaría expresarlo en un tono cómico, para alivianar las sensaciones que manejo ante un nuevo acto de descarada insensibilidad del presidente. No voy a mentirles. Reconozco que esta columna iba a ser orientada de otra manera. Probablemente con un enfoque más literario, donde quizás no abundaran las connotaciones políticas ni alguna invitación a reflexionar sobre un tema de relevancia nacional.
Sin embargo, el Peluca, con su temeraria rispidez a la hora de tratar temas sensibles de la sociedad, me ha hecho replantearme ciertos interrogantes. Me refiero al veto anunciado este viernes en torno a la ley de financiamiento universitario aprobada por la Cámara de Senadores. Ante semejante hecho, creo en la necesidad de dejar de pensar que el actual gobierno vino únicamente a realizar grandes negociados y apropiaciones económicas mediante la brutal transferencia de recursos desde los sectores humildes y de la clase media hacia los grandes grupos concentrados de la economía y las mafias financieras globales.
El pensamiento es el gran enemigo de la mentira. Hoy creo que es mucho más que eso. Es un morboso plan para destruir lo que aún queda de la Argentina moderna, después de los estragos causados por el neoliberalismo y la fragmentación de nuestra castigada sociedad. Es decir, se trata de dar por tierra con la Argentina de la razón, el pensamiento crítico, el conocimiento, la movilidad social, la cultura y, por sobre todo, el bien común.
Desde mi perspectiva, y por haberme criado en el seno del sistema universitario, soy un ferviente defensor de la consigna de que, en nuestro país, la aspiración a la universidad sigue siendo una referencia muy importante. Es una institución que alberga sueños, donde la idea del ascenso social aún está presente.

Sobre este punto, cabe destacar que la movilidad social ascendente no es simplemente un concepto abstracto. En la práctica, es la posibilidad tangible de que quienes nacen en condiciones de vulnerabilidad accedan a una vida digna, con mejores ingresos y mayor estabilidad. Esto es posible, en gran medida, gracias a la educación. Las universidades públicas representan ese faro de esperanza, brindando herramientas concretas para que las personas puedan cambiar su presente y proyectar un futuro mejor. Es decir, la universidad pública brinda autoestima a una amalgama de jóvenes desmotivados por la situación económica y social del país.
Defender la existencia de estas instituciones es defender el derecho a soñar, a progresar, a romper el ciclo de la pobreza. Me parece hasta ilógico tener que señalar estos debates; pero, al fin y al cabo, elijo creer que la mayoría del país piensa que la educación no debe ser un privilegio reservado para unos pocos, sino un derecho accesible para todos. En este sentido, cuando el hijo de un trabajador o una persona de clase baja logra recibirse en una universidad pública, no solo está cambiando su destino individual, sino también el de su familia y, en última instancia, contribuyendo al progreso colectivo de la sociedad.
Por ello, ante el veto del presidente, debemos sincerarnos: el debate sobre el financiamiento y la defensa de las universidades públicas no pasa solo por una cuestión de costos, sino por entender profundamente su papel como motores de transformación social. No se trata simplemente de una inversión en infraestructura o en salarios docentes; se trata de una política de Estado que ha mantenido altos niveles de alfabetización en nuestro país, por encima de la región. Las historias de hijos de obreros o empleados que, gracias a la educación pública, logran escalar socialmente son la prueba más palpable de que la movilidad social ascendente es posible, y esa posibilidad debe ser garantizada para las futuras generaciones.

Hoy, la situación en el sistema universitario es crítica. A principios de año, la sociedad se movilizó para garantizar que el sistema no colapse a fin de año. Sin embargo, el atraso salarial es, sin lugar a dudas, monstruoso. En lo que va de 2024, los ingresos de los trabajadores universitarios cayeron entre un 35% y un 55%. Por ejemplo, un profesor con dedicación exclusiva de 40 horas semanales cobra 840 mil pesos, lo que está por debajo de la línea de pobreza. Un residente universitario del Instituto de Oncología Roffo percibe 750 mil pesos, mientras que un trabajador no docente en la categoría más baja recibe 470 mil pesos.
A esto se suma el éxodo de talentos. Muchas mentes brillantes que forman parte del corazón de las universidades públicas comenzaron a migrar al sector privado. “Les ofrecen el triple, y hay gente que se va y me lo dice llorando”, me comentó una profesora amiga el miércoles pasado en un café en Palermo. Me invadió la bronca.
Podría terminar con un mensaje optimista. Sin embargo, se me está haciendo imposible. ¿Acaso la situación es tan desalentadora? Nos aplasta el peso de la decadente bronca. Parece, sin lugar a duda, que el futuro comienza a vislumbrarse como la nada. Deseo que el futuro próximo nos encuentre reunidos en las plazas, en las calles o en los espacios adecuados para defender el gran sueño argentino de la educación pública. Y espero que no nos rindamos nunca.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)