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Alea iacta est

ana

Ana trabaja en un estudio contable. El ambiente es agradable, el horario flexible, y las tareas son prácticamente automáticas. En las seis horas que pasa allí dentro, Ana debe ordenar las facturas de compra que llegan desde diferentes empresas a la oficina en sobres de papel madera, llenar formularios, catalogarlos y sumarlos a las carpetas color naranja, verde y amarillo, para que esa rueda en el mecanismo híper aceitado, contribuya más tarde a la generación de un balance anual que los clientes esperan, algunos con ansias y, otros, con resignación.

Ana es metódica; acomoda su cuerpo sobre la silla, se arma un rodete alto como el obelisco al que le clava un lápiz para sostenerlo, inclina su cabeza sobre el escritorio, y se sumerge en su trabajo, como si lo hiciera en el mar. A las dos de la tarde, inexorablemente, Ana se despide y camina con su paso acelerado hasta el ascensor, mientras en su cara se pinta una sonrisa. El ascensor baja lentamente los ocho pisos que la separan del exilio, mientras imaginariamente Ana vuela, y vuelve a su normalidad: a los pájaros en la cabeza, a las manchas de óleo, a figuras geométricas que se superponen, a cuerpos desnudos color violeta, a semáforos que, como en el tango, dan tres luces celestes.

El ascensor es una cápsula teletransportadora que la lleva de sus obligaciones a su vida. Ana camina con las manos en los bolsillos, moviendo con sus finos dedos, de un lado hacia el otro, un puñado de monedas plateadas y doradas; las hace rodar, golpear y caer para luego apilarlas en perfecta armonía mientras va añascando detalles y gestos, colores que se realzan como un monumento ante los ojos de un niño, y que guarda en su memoria visual, para usarlos más tarde.

Ana puede pintar sin usar pinceles. Se detiene en una librería gitanesca y compra ocho pomos de pintura acrílica, un pincel Round y otro Flat. Ana camina seria, concentrada, sabiendo que a pesar de la posición del sol en el cielo, el día acaba de comenzar. Llega a su casa, se prepara un café con leche, se desviste y así, en bombacha y con una remera que alguna vez fue blanca, se ubica delante del bastidor, entre cierra sus ojos, y empieza a dar pinceladas a una figura femenina e impresionista que se vislumbra entre una muchedumbre con el puño en alto y una cabellera amarilla.

Durante horas Ana pinta y crea, como si la vida fuera todo lo que sucede entre una mancha y la siguiente, como si nada más importara. Hace una pausa, toma agua de una botella y enciende la música. Por los parlantes suena La máquina de ser feliz, de Charly Garcia, y Ana tararea “Plateada y lunar, remotamente digital, no tiene que hacer bien, no tiene que hacer mal, es inocencia artificial”. Después, acomoda su rodete y vuelve a su Rubicón personal. En toda la ciudad, en cada esquina de cada barrio, la tarde se hace noche. Pero allí dentro, en medio de esas cuatro paredes, el tiempo es totalmente superfluo.

Es viernes y verano y cerca de las once de la noche una llamada a su celular la sustrae violentamente de su concentración: es una amiga que le pide, le suplica, que se sume a una reunión familiar en su casa, que la necesita, que está sola. Ana, después de una sesión de más de ocho horas de pintura, duda, pero acepta ir a acompañar a su amiga en medio de un puñado de extraños. Al llegar, en medio del bullicio, su amiga le presenta a sus padres y dialogan. Que un gusto Ana, que de donde sos, que qué edad tenés, que a qué te dedicás. Ana duda. -Soy administrativa en un estudio contable-, contesta. Y ahí, justo en ese instante y sin que ella siquiera se dé cuenta, una docena de francotiradores apuntan a los pájaros de su cabeza y disparan a matar. Aciertan, y la sangre es pintura de color azul. Ahí, justo en ese instante, Ana perdió su batalla.

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