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Columnistas

UCR: una épica extraviada en el siglo XXI

radicalismo
Por Alejo Ríos |Fundador de "La Runfla Radical"

El radicalismo ha cumplido 134 años. No es poca cosa. En un país donde las instituciones se deshilachan con el correr de las décadas, donde los proyectos políticos se consumen al ritmo de las elecciones y los gobiernos se licuan en sus propias miserias; que un partido político sobreviva más de un siglo es, por lo menos, un dato. Pero no sólo eso: es también una rareza, un síntoma, y quizás —por qué no— un testimonio incómodo.

La Unión Cívica Radical fue, en otro tiempo, sinónimo de modernidad política, de república, de democracia. Fue la voz de la clase media urbana en ascenso, de las instituciones como refugio frente a la violencia política, de una ética cívica que —con todos sus errores y límites— construyó una idea de Argentina.

El radicalismo no fue una simple maquinaria electoral ni un aparato partidario. Fue, en su hora más lúcida, una ética pública. Un modo de estar en la política sin renunciar a la dignidad, sin negociar la república en nombre del poder. Su ideología —si acaso ese término le alcanza— ha sido una combinación sutil y tenaz entre republicanismo moral, sensibilidad social y fe democrática. No hay doctrina cerrada ni catecismo doctrinario, pero sí hay una convicción de fondo: que la política debe ser un instrumento para igualar sin violentar, para incluir sin aplastar, para gobernar sin corromper.

Raúl Alfonsín Parque Norte

En su mejor versión, el radicalismo fue la voluntad de conjugar libertad con justicia, derechos con responsabilidad, democracia formal con igualdad sustantiva. Y esa tensión —que otros resolvieron con autoritarismo o cinismo— el radicalismo la vivió siempre desde el debate cívico. Nunca del todo satisfecho, nunca del todo cómodo, pero siempre en esa lucha agónica y necesaria por un país donde la equidad no sea una excepción, sino la norma. Pero hoy, ¿qué es el radicalismo?

Quizás la respuesta más honesta sea la más cruda: no lo sabemos. Porque hoy el radicalismo no tiene entraña, ni centro de gravedad. No tiene una ideología clara ni una épica posible. Flota, oscila, se disuelve en alianzas donde se vuelve invisible, irreconocible. Se ha vuelto, como decía Borges de Buenos Aires, demasiado grande para ser una ciudad, pero demasiado impreciso para ser una patria. El radicalismo es hoy un bicho raro: sobrevive, pero no se explica; respira, pero no late.

En parte, esta disolución no es sólo responsabilidad de sus dirigencias. El radicalismo también es víctima del clima de época. El neoliberalismo no sólo arrasó con el Estado, también trastocó la política como práctica simbólica, como pedagogía colectiva, como forma de imaginar un futuro común. En una sociedad colonizada por la lógica del consumo, donde la política se mide por métricas de marketing y no por ideas, ¿cómo pretender que un partido de tradición republicana y solidaria tenga algo que decir?

ucr

Estamos en la era de la saturación comunicacional y del primitivismo espiritual. Nunca hubo tanto acceso a la información, ni tan poca voluntad de comprensión. En ese desierto emocional y simbólico, pedirle a una generación entumecida que comprenda lo que significó el radicalismo es casi un acto de fe. Pero, al mismo tiempo, es una necesidad. Porque el radicalismo no es sólo un partido, es un mito, una narrativa que encarna una parte de la Argentina que aún resiste bajo las ruinas del olvido.

Un análisis vetusto que muchos olvidaron pero aún resuena con fuerza es el de Leandro N. Alem: “El radicalismo es la Nación y la Constitución su programa.”. Si la república hoy está débil, si se ha vuelto incapaz de garantizar seguridad social, jurídica y económica a su pueblo, es porque el radicalismo también está débil. Porque ha dejado de ser ese gran intérprete del espíritu nacional que articula libertad con igualdad, democracia con dignidad. Lo colectivo hace a la república y el radicalismo —cuando está a la altura de su historia— debe ser el programa que la dignifique.

Desde mi manera de ver las cosas, lo que mantiene vivo al radicalismo no es su estructura ni sus internas, sino su negativa a desaparecer. Es su incomodidad, su dignidad maltrecha pero intacta. Como esos comités viejos que aún se mantienen en pie mientras todo a su alrededor cambia, no porque puedan competir en atractivo político con las redes sociales u otros núcleos de congregación, sino porque cargan una memoria que no se puede comprar ni replicar. Una mística que aún quiere danzar.

ucr

Los que no vivimos el alfonsinismo, y mucho menos el yrigoyenismo, tenemos el deber de estudiar lo que no vimos. De habitar esa ignorancia con humildad. Como decía Tomás de Aquino, para aprender hay que saber ignorar. Tal vez ese sea nuestro primer acto de rebeldía: dejar de fingir saberlo todo, para volver a mirar con ojos nuevos aquello que parecía vencido.

Es por ello que no hay que perder el tiempo en banalidades, no hay que hacerle el juego a los lugares donde hay que explicar hasta por qué el agua moja. No hay que explicar la democracia, hay que profundizarla, desbordarla. Hay que correr los márgenes del consenso, animarse a discutir lo que parece intocable, dar el salto creativo hacia una política que no se contente con sobrevivir. Porque la revolución democrática no fracasó, se quedó a mitad de camino. Y somos nosotros, los que aún creemos en lo colectivo, los que tenemos que empujarla otra vez.

En un tiempo donde todo se dice con videos de diez segundos y efemérides vacías, donde la palabra “libertad” se usa como excusa para saquear al otro, necesitamos volver a pensar. Pensar con profundidad, con pasión, con incomodidad. No para volver al pasado, sino para que ese pasado nos interrogue.

Porque cuando el país recuerde que la democracia también es coraje, el radicalismo volverá a tener sentido.

Por Alejo Ríos (@larunflaradical)

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