El otro día, después de pensarlo mucho, tomé la decisión de tatuarme. No fue una elección fácil para mí. Muchos prejuicios heredados me frenaban. Pero finalmente lo hice. Fui con una tatuadora con la que había salido hace un tiempo. Llegué al estudio, nos pusimos al día, acordamos el diseño que le había pasado, y nos pusimos manos a la obra.
“¿Qué significa esto? Creo haberlo visto en algún lado”, me preguntó la ella. “Es uno de los logos de la campaña de Raúl Alfonsín”, le respondí. No hubo más comentarios al respecto, y ella continuó con su trabajo con mucha concentración. Sin embargo, a mí me quedó rondando una pregunta que suelo hacerle a la gente últimamente.
“¿Vos lo votaste?”. Ella me miró sorprendida. “Por supuesto que no”, me contestó tajante, con una expresión seria y un poco molesta. “¿Por qué la pregunta?”, agregó con curiosidad. “La verdad es que se lo pregunto a mucha gente: taxistas, mozos, señoras en un café... y siempre obtengo la misma respuesta: un rotundo no”. Ambos nos reímos. Ella terminó su trabajo y, con mi nuevo tatuaje, seguí con mi día.

Ahora bien, con este brevísimo relato de mi vida cotidiana, introduzco una gran interrogante que me viene perturbando hace tiempo: ¿Acaso alguien lo votó?
En el balotaje presidencial de Argentina 2023, Javier Milei ganó la presidencia, arrasando con el 55,9% de los votos, derrotando a Sergio Massa, quien obtuvo un 44%. Esta victoria marcó un cambio drástico en el escenario político, ya que Milei puso en jaque el tradicionalismo con su postura liberal-libertaria y su enfoque económico radical, que incluía propuestas como la dolarización del país y la reducción del tamaño del Estado.
El pueblo había hablado, pero en la calle no me encuentro con ninguno de sus adherentes. Me pregunto: “¿Habrá vergüenza o, simplemente, da lo mismo quién ostente la primera magistratura del país?”. Me inclino seriamente por la segunda hipótesis.
Esto lo ejemplifico con lo que podría llamar un estudio empírico. Hace unas semanas, junto con una colega, fuimos a Once a hacer una nota con otro enfoque. Mientras ella sacaba fotos en el barrio, intentando retratar el bullicio comercial de ese caos, más de un curioso se acercaba a preguntarnos qué hacíamos.

Uno de ellos se acercó y logramos entablar una charla “con cierta coherencia”. El contenido de la conversación no es lo relevante, pero me impactó algo concreto que me dijo: “Vos me preguntás si lo voté o no. La verdad, me daba lo mismo. Siento que, sea quien sea, siempre la choca, y yo sigo acá, remándola. Así que, por lo menos, que ahora disfrute un loco de ser presidente”. Me dejó sin palabras. A mi entender, ese pequeño comerciante había capturado el sentimiento nacional del momento.
Fue entonces que empecé a reconsiderar la pregunta: ¿Acaso alguien sigue creyendo que la política es la mejor herramienta de cambio social? Siento que, si salgo a la calle a consultar esto, solo me deprimiré más. Son tiempos de orfandad cívica, donde la esperanza ha sido capturada y abusada por las garras del odio. El resultado es la indiferencia absoluta ante el presente.
Los números lo avalan. La gente no quiere otro baño de sangre como el de diciembre de 2001. Prefieren la "igualdad negativa" de la filosofía austriaca: si no es posible la utopía, que la cruda realidad de la desigualdad del capital nos aplaste a todos por igual.
En este reino de la indiferencia, Milei ha promovido un ajuste drástico en el gasto público, recortando subsidios a sectores clave como la energía y el transporte. Esto ha provocado un aumento de tarifas que afecta de manera desproporcionada a las clases medias y bajas. Estas medidas, lejos de reducir la pobreza como prometía su gobierno, han empeorado la capacidad de las familias para cubrir sus necesidades básicas, agravando la vulnerabilidad. En un país donde gran parte de la población depende de subsidios y asistencia estatal, estos recortes han creado un vacío insostenible.

Es imposible ignorar que el discurso de Milei ha estado centrado en culpar a la "casta política" y a los excesos del gasto público como responsables de la crisis económica argentina. No obstante, sus propias decisiones están demostrando que un enfoque puramente austero, sin políticas de protección social urgentes, está profundizando la pobreza. La inflación, combinada con la falta de políticas de contención para los más vulnerables, ha creado una tormenta perfecta que empuja a miles de personas a la pobreza extrema.
Sin embargo, la indignación y la bronca no han salido a la luz. “Si este no es el pueblo, el pueblo, ¿dónde está?”, coreaban en el terrible diciembre de 2001. Hoy, al evocar esos ecos del pasado, reformulo la pregunta: “Si nadie lo votó, ¿hacia dónde va el pueblo?”
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)