Cuenta Esopo que un día, en la asamblea de los animales, los lobos ofrecieron la paz a las ovejas, con una condición: que entregaran a sus perros guardianes. Las ovejas, ingenuas, pensaron que ese gesto podría terminar con el conflicto, pero apenas los perros se alejaron, los lobos atacaron.
La moraleja, como toda fábula sencilla, no requiere traducción: a veces, cuando nos piden moderación, lo que realmente buscan es dejarnos sin defensa. Y cuando celebran que una voz se apague, no siempre es porque aspiren al diálogo, sino porque disfrutan el silencio de los que piensan distinto.
No soy kirchnerista. No lo fui en la secundaria, cuando con algunos compañeros armábamos volanteadas en el Pellegrini, enfrentando la hegemonía política del momento con una mezcla de idealismo y torpeza adolescente. Tampoco soy peronista. Nunca lo fui, ni lo seré jamás, pero confieso que lo que más me peroniza es el gorilaje. Ante el gorila, soy Lorenzo Miguel en patas en la CGT. Porque no hay nada que me aleje más del pensamiento crítico, de la vida democrática, que esas manifestaciones de odio desatado, de rencor clasista, de goce brutal en la humillación del otro, que hoy —otra vez— aparecen agazapadas en ciertos sectores de la política, los medios y el empresariado.

Es una obscenidad lo que están haciendo. Y no hablo de la sentencia judicial en términos técnicos, aunque podríamos discutir su forma, sus tiempos y su oportunidad. Hablo del clima que se construye alrededor, del tono, de los editoriales que festejan con dientes apretados, de los zócalos que sonríen y de las cuentas que buscan likes sobre el moribundo.
El problema no es Cristina, son los tiempos del precedente y su modelo. La idea de que el Poder Judicial puede ser cooptado por una lógica de eliminación, de diseño electoral, de restauración conservadora. Que puede ser el brazo útil de quienes necesitan un sistema más controlado, dócil y homogéneo. Una política sin tensiones, contradicciones, ni disidencias.
“Cuando el juicio no se guía por la justicia, sino por la conveniencia, es el alma de la polis la que se degrada”, advertía Platón. Lo más terrible es el regodeo con el que algunos actores celebran esto. No con la serenidad de quien ve justicia, sino con la euforia cruel de quien asiste a una venganza. Como si el hecho de que alguien haya sido derrotado judicialmente los absolviera de su propio fracaso político. Como si la condena les diera un certificado de superioridad moral. Como si la historia, tan compleja, pudiera resumirse en un tweet.
El odio los vuelve ciegos. Ciegos y peligrosos. Porque no sólo atacan a una figura, atacan a toda una identidad política. A un universo de personas que, más allá de errores y decepciones, creyeron —y muchos siguen creyendo— en un proyecto que, con aciertos y errores, ha sabido gobernar la Argentina durante buena parte de este cuarto de siglo.

No hay respeto por ese dolor, por esa memoria, esa representación. Se los trata como fanáticos, rehenes, cómplices e imbéciles. Y esa es la mayor de las infamias: negar al otro la dignidad de su esperanza. “No hay mayor injusticia —decía Sócrates— que tratar como iguales a los desiguales, y como desiguales a los iguales”.
Uno puede no ser peronista, ni kirchnerista, y no comulgar con sus ideas. Pero si uno cree en la democracia, tiene la obligación ética de rechazar cualquier forma de proscripción, incluso la disfrazada, la sofisticada, la mediática.
No me conmueve la figura de la expresidenta. Me conmueve la naturalización del uso del Derecho como herramienta de desarticulación política. Me preocupa que la Corte Suprema de Justicia actúe como si no tuviera otra brújula que los tiempos de la tapa de los diarios. Me alarma que tantas voces que se dicen republicanas celebren una condena sin preguntarse siquiera qué efectos tendrá en el tejido social, en la ya erosionada confianza institucional, en la convivencia democrática.
La democracia no se fortalece con exclusiones, se fortalece cuando hay condiciones igualitarias para competir, para decir y disputar sentido. Cuando todos pueden participar, incluso, los que piensan distinto.
Decía Aristóteles que “el propósito de la política es la felicidad común, no la venganza”, pero eso parece haberse perdido entre los adictos al odio y las narrativas de ajuste moral.

Como expresé al principio, no soy kirchnerista, pero sería un necio si no reconociera lo que Cristina Fernández de Kirchner representa para millones. No por mística, ni por dogma, sino porque en un país donde representar se ha vuelto casi una utopía, ella encarna todavía una posibilidad para muchos. En tiempos de alto abstencionismo, de cansancio cívico y consignas huecas, la democracia pierde con su retirada una de las últimas figuras capaces de encolumnar masas, y de convocar con palabras que aún interpelan.
Mi respeto no es solo hacia ella, sino hacia quienes la siguen. Hacia sus militantes, sus organizaciones, sus simpatizantes, su fidelidad inclaudicable. Mi envidia, sana pero envidia al fin, va para quienes no sienten hoy esa orfandad política que muchos otros sí sufrimos. Porque cuando se apaga una voz que representaba, no se celebra, se hace silencio. Y se espera, con algo de fe, que vengan tiempos mejores. Que vuelvan la dignidad, la política; y quizás con ello, la esperanza.
Por Alejo Ríos (@larunflaradical)