Te voy a decir que las cosas siguieron su curso natural, que no había mucho para hacer más que mirar, más que esperar mientras mirábamos, mientras respirábamos suavemente, mientras todo se derrumbaba delante nuestro, a nuestros pies. Te lo voy a decir y me vas a creer, porque es conveniente, porque es también una forma de encontrar paz, de creer que sanamos, porque a veces, y sólo a veces, lo único que apaga el fuego es nuestro propio cuerpo, aunque arda, aunque sea el fin. Te voy a decir que no te estoy mintiendo, que nunca fui más honesto, que si prestás atención las cosas cayeron por su propio peso, que no hay artilugios, ni excusas, ni engaños; que las cosas son una manzana cayendo de un árbol, así, inapelables como la ley de la gravedad. Pero te voy a mentir, y me vas a creer, y te vas a ir con una sonrisa enorme embarrada en lágrimas, y no vas a saber a qué emoción responden, porque te voy a mentir tan bien que, cuando todo esto termine, no vas a poder distinguir qué parte pertenece a la verdad, y cuál, a la mentira. Tampoco va a importar. Porque nunca importa. Porque al final, lo que distingue a la verdad de la mentira, no son ellas en sí mismas, sino lo que estamos dispuestos a creer, convencidos hasta los dientes, que es la verdad; así, como soldados ansiosos por dar la vida, o el orgullo, o la vergüenza por algo, y entregando, golosos, todo lo que tenemos, con tal de que no nos falte nada. Te voy a mentir, y qué. Si me vas a creer, insolente. Y no te vas a dar cuenta, vas a vivir en una armonía endeble pero solemne, necesaria y rudimentaria, atada con alambres, y esperando que nada le pase, que aguante un poco más, igual que un techo de tejas antiguas a punto de partirse. Y cuando lo hagas será tarde: porque el desengaño, porque la vergüenza, porque el orgullo, ese orgullo tan grande, gigantesco, que no cabe en tu propia boca, que no entra, que no pasa, que jamás pensaste que, al final, ibas a tener que tragártelo. Y qué. Y nada. Y todo. Porque las mentiras -las mías, las tuyas, las de todos-, todas las mentiras groseras que fabricamos sacando ideas de un lado, desenlaces de otro, sentimientos de otro, y atándolo todo con otras cosas, condimentándolas, y fabulando con una facilidad tan práctica y conveniente que casi sería un error no seguir haciéndolo; esas mentiras que están camufladas en esta ciudad gris y amarilla, pegadas en los ventanales, en las antenas, en las pantallas, y en los poros del papel que leemos, tarde o temprano, e inevitablemente, terminan siendo verdad. Una verdad que anuncia que no está compuesta más que por mentiras, si; una verdad que no tiene actos sino actuaciones, si; una verdad elegida que tiene por único propósito intentar hacer, de nuestra estadía en este mundo, una ficción más amena, menos rancia, circunstancial y equivocadamente seleccionada para un momento y un lugar, como si eso acaso y realmente fuera posible, si; pero, y es un pero gigantesco, finalmente: una verdad. Y es gratuito. Y es fácil. Por eso es que te voy a mentir, y me vas a creer. Y después, apenas un tiempo después, nadie te va a poder convencer de lo contrario.